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En el continente sin fronteras…

por Relato ganadorRelato Bluetal

…que se había desterrado a sí mismo del resto del planeta y de toda la historia civilizada, nuestras dos mentes corrieron y volaron sin ataduras. Con esa misma sensación de vida, de plenitud, de despertar, quiero dejar constancia de las huellas y recuerdos que han marcado mi tiempo antes de darme muerte. Esto será mi epitafio sin lápida, mi carta de despedida sin destinatario, mi nota de suicidio que solamente podrá ser desentrañada por algún arqueólogo curioso del futuro. Mi último recuerdo será para Ben.

Las ideas que quiero estampar pueden reflejar una profunda melancolía por aquellos tiempos que no he vivido, pero mi nostalgia enfermiza no es una obsesión encadenada al pasado, es una afirmación de una revolución que hemos abandonado perdida en el tiempo. Hace quinientos sesenta y cuatro años la sociedad más avanzada de Europa decapitó a su obsoleto gobernante en la antigua Francia. Hace doscientos treinta y siete años el mundo llegaba a su cénit de progreso tecnológico antes de iniciar su vertiginoso declive y diezmar en dos generaciones lo construido en siglos de tranquila evolución. Hace setecientos quince años un pionero de la astronomía moría ajusticiado por los acomplejados enemigos del progreso. Hace ciento cincuenta y cuatro años se implantó con éxito la invención más célebre de la Historia, el Sistema Neural Witte-Decleir de Bioinmunidad Orgánica. Estoy convencida de que ese día marca el inicio de la rendición de la humanidad. Aunque lo parezca, no es una paradoja esta afirmación. Gracias al doctor Nathan Witte-Decleir se eliminó de un plumazo el riesgo de exterminio de nuestra especie pero nosotros lo adoptamos demasiado cómodamente como la solución definitiva. Quizá sin saberlo condenaron el futuro, esclavizaron las mentes de nuestras generaciones. Nuestros textos históricos han acuñado el impreciso término de «Guerras por las nanoenergías» para denominar los conflictos armados que arrasaron la atmósfera y los ecosistemas de la mayoría de los países civilizados hace dos siglos. Sus consecuencias fueron el deterioro del aire respirable, el descenso en picado de la expectativa de vida humana, la extinción casi absoluta de la vida animal. El doctor Witte-Decleir quiso salvar la vida humana pero su legado nos ha entregado la sociedad que tenemos ahora: inconscientemente feliz, absurdamente competitiva, ignorante de que se dirige con una sonrisa hacia su lento exterminio.

Los textos nacidos de imprenta se empiezan a publicar hace nueve siglos. Yo leo mi primer libro en papel con veinte años, después de que hayan pasado fugazmente por mi cerebro la cifra exacta de noventa y ocho mil quinientos sesenta textos de siete mil novecientos cincuenta y siete autores diferentes. No quiero saber cuántos textos, letras, números, marcas sonoras, imágenes postdimensionales o experiencias sensoriales tengo retenidas en mi cabeza; pero lo sé con exactitud porque lo hace por mí el sistema Witte-Decleir. Mi espíritu quiere vivir con una pequeña porción de incertidumbre pero no lo podemos evitar, este implante nos ha sido insertado de forma obligatoria por nuestros gobiernos a partir del octavo día en que nacemos. Una red de biofilamentos que parten desde nuestra corteza cerebral, se desarrollan autónomamente en el cráneo y se expanden para ocupar y monitorizar nuestros vulnerables sistemas circulatorio y pulmonar. Desde siempre, popularmente se ha conocido al implante con el ocurrente nombre de los circuitos.

Los circuitos piensan por nosotros. O, más exactamente, nos evitan la molestia de tener que pensar. Nuestros pulmones y corazón prácticamente no podrían funcionar sin ellos y su red neuronal de proceso y de memoria digital es inagotable. Todas las personas tenemos un conocimiento exacto de cada dato que se haya podido registrar en el mundo. Nombres, fechas, opiniones, medidas, cifras, cálculos. Incluso nuestras experiencias tienen sus imágenes y sonidos grabados a los que podemos acceder cuando queramos. No recordamos, simplemente descolgamos de la pared el cuadro del momento que hemos vivido y nos ponemos a observar. Pocos estarán de acuerdo, pero para mí el descubrir cómo se han intervenido nuestras vidas ha sido un trauma abrumador. Pero nuestra sociedad es feliz. El ser humano de mi tiempo domina sin mérito cualquier disciplina del conocimiento, es el imbatible campeón de la historia en la carrera científica. Nuestros gobiernos ocultan la cara menos amable de esta grotesca competitividad. Los circuitos aceleran nuestro impulso de superación y en una lucha en la que somos prácticamente iguales, el perdedor se frustra y se rinde fracasado. El último año aumentaron un veintisiete por ciento los suicidios en mi ciudad. Con veintidós años yo quise quitarme la vida sólo porque mi mente calculaba y ordenaba de forma obsesiva cada segundo del día. Nunca me había despertado en una hora que no fuese diferente de las siete y treinta y cuatro de la mañana. Hasta que conocí a mis antiguos aliados.

Mis viejos amigos me enseñaron a olvidar, a derribar ese almacén artificial y a buscar en ese fondo invisible de la memoria donde la mente tiene que esforzarse y preguntarse el porqué de todo lo que sucede. Éramos los noctámbulos, los vagabundos. Probábamos a intentar engañar a los circuitos. Con sustancias que oscurecían los sentidos y dejaban un gusto amargo en la lengua. Con hipnosis y técnicas de control del sueño. Con duros ejercicios de meditación. ¿Para qué? Para cambiar el paisaje, para diferenciarnos de una humanidad que había sobrevivido a su Apocalipsis pero que confundía la rebeldía con un cambio de peinado. Hace ciento ochenta y dos años los principales gobiernos del mundo firmaron la Gran Paz en un pacto desesperado para salvar a la humanidad. Desaparecieron las guerras para siempre pero vergonzosamente no se persiguieron a las omnicorporaciones responsables de aquellos desastres energéticos; ellas mismas gestionaron la reconstrucción de nuestras sociedades.

Con mis viejos aliados escuché música de piano tocada por mis propios dedos. No la escuchaba, la sentía. Buscábamos como exploradores antiguos libros aunque su papel estuviese prácticamente consumido. Me estremecí leyendo Los versos malditos de Leonard Koulsen aunque esta terrorífica novela estuviese en mis circuitos desde la infancia. Vimos infinitas veces la única copia que existe de una película muda. Queríamos crear y destruir a la vez. Con ellos viajé a África. Donde tú naciste, mi pequeño Ben.

Decidimos dar un paso más en nuestra evolución personal con la catarsis definitiva. Purgaríamos nuestra mente en la tierra que había olvidado el nombre de los países que la limitaban, que había sido abandonada hacía siglos en guerras mucho más primitivas y viscerales que las que asolaron nuestra civilización. África no tiene comercio, ni diplomacia, ni comunicaciones. No tenía la financiación ni la tecnología para implicarse en las guerras por las nanoenergías. Su nivel de progreso no iguala al de la sociedad feudal más avanzada que haya existido. No ha implantado los circuitos. La expectativa de vida en los poblados africanos que conocimos estaba por debajo de los treinta y siete años. La nuestra ronda los sesenta y dos años, pero el futuro será de ellos. No se rindieron, no eligieron una solución de paso a la hecatombe atmosférica, no consumieron su entorno, no lucharon por unas fuentes de energía que nunca mejoraron nuestras vidas. Simplemente han resistido. Su genética se reforzará en cada generación y su entorno natural está sanando. He llegado a creer que los circuitos nos dan una falsa sensación de curación y que estancarán la adaptación de nuestros descendientes al entorno, segundo a segundo la contaminación consumirá nuestro tiempo de vida. Por eso me convencí de engendrar un bebé. Tuve sexo con tres jóvenes africanos durante nuestros viajes y soporté incluso que dos de ellos me trataran con cierta brutalidad. La decisión que tomé no la compartieron mis compañeros. No querían implicarse en un nacimiento arriesgado, en una posible muerte prematura de un ser indefenso con pocas probabilidades de sobrevivir. Pero para mí no era suficiente compartir con ellos sesiones de meditación en el desierto, explorar paisajes en los que contemplar y acariciar los últimos animales vivos del mundo, despertarse espontáneamente con la luz de la mañana, conversar y discutir con la mente despejada. Yo quería transmitir y vivir todas estas enseñanzas con un ser al que podría educar sin los obstáculos de los circuitos. Mis amigos volverían a la seguridad de la sociedad con la aparente ilusión de haber cambiado su percepción de la vida.

Afronté sola, con tu vida palpitando en mi vientre, casi todo el duro embarazo. Nos ayudaron los masáis con sus enseñanzas primitivas y milenarias. Una tosca choza fue el refugio en que protegimos tu interminable parto. La pureza del sacrificio y el dolor de tu nacimiento, Ben, está a horizontes de cualquier experiencia que haya vivido. En la civilización nunca hubiese podido sentir contigo lo que empezamos a compartir a partir de aquel instante. Te he sostenido vivo en mis brazos desde el primer día sin tener que entregarte a un laboratorio. Pude verte sonreír durmiendo, seguramente teniendo los sueños que los circuitos de mi cerebro me impiden. Mis pechos no han podido alimentarte pero sí has podido digerir comida cocinada con carne de un animal sacrificado. Hemos recorrido a caballo antiguos países en ruinas. Sonreía cuando olvidaba el capítulo por el que iba leyendo un libro si no había marcado la página. Te enseñé sabiduría transmitiéndotela sólo con mi voz o con mis manos. Nos valimos por nosotros mismos igual que el naufrago del primer libro que te enseñé a leer. Apostamos a doble o nada en salvajes peleas a muerte. Enterramos juntos a tu amigo Khaleb que no sobrevivió al veneno de la picadura de un escorpión. Iba llenando tu vida a la vez que percibía que tu salud se iba marchitando. Tu constitución, hijo mío, se deterioraba a pesar de las mejores condiciones del clima africano, la atmósfera tóxica jamás nos iba a dar tregua en ningún lugar. Lo detestaba, pero si quería una mínima posibilidad para tu supervivencia, Ben, tenía que llevarte a mi casa.

De forma clandestina, como si fueses un elemento amenazante para la sociedad que íbamos a atravesar, cruzamos las fronteras hacia mi antigua vida. Pedí ayuda a mis antiguos aliados pero estaban estancados explorando nuevas sensaciones. Su realidad se había distorsionado completamente: ignoraban los circuitos pero anulaban sus mentes con viejas sustancias más esclavizantes. Las soluciones y terapias alternativas no iban a surtir efecto. Tenía que entregarte a los científicos. Incluso sabiendo que ellos no te salvarían. Podíamos haber consumido el resto de la vida que nos quedaba juntos, aislados y sin interferencias. Pero mis actos y las decisiones que tomé sobre ti, Ben, debían tener sus consecuencias. Y voluntariamente creo que quería afrontar esos remordimientos, pagar quizá por mi egoísmo al traerte a un mundo con pocas esperanzas. O quizá quería cargarme de razón y demostrar a todos que yo no era la que me equivocaba. No implantar el sistema Witte-Decleir en un recién nacido es uno de los peores crímenes que contemplan nuestras leyes. Por eso pagué como penitencia el juicio que me señaló como asesina. No me sentí con fuerzas para defenderme, sólo quería castigarme por tu sufrimiento. Los médicos no pudieron implantar los circuitos en un niño con diez años. En mi clausura imaginaba y sufría contigo tu enfermedad. Cuando en tus últimos días dejaste de comer, sentía que el invisible cordón umbilical que nos unía tiraba de mí para alimentarte. Sólo pedí tenerte en mis brazos en tu último suspiro. Te susurré «adiós, mi pequeño capitán» y te sostuve entre lágrimas toda la noche.

No ha pasado ni un mes desde la despedida de mi pequeño Ben y estoy decidida a cumplir mi destino. Mi celda es la cárcel para mi cuerpo, y sin ti, mi pequeño, los circuitos vuelven a ser la prisión para mi cerebro. No puedo mantener la disciplina de concentración. Los sueños de lo que he vivido se mezclan confusamente con los recuerdos que tiene grabados mi cerebro. Ya no puedo distinguir lo que he sentido viviendo y lo que tiene estampada mi mente. Quiero liberarme de todas las cargas, quiero eliminar las ruinas en que se ha convertido mi conciencia. Antiguamente había un cierto ritual, una especie de ceremonia en el suicidio. Se dejaban varias notas para familiares y otra para un hombre de leyes, se redactaba un testamento. Se escogía con cuidado el arma más segura. Los hombres se ahorcaban dramáticamente en un lugar público, dormían el último sueño en la intimidad de su cama o atravesaban con una espada su torso para limpiar su honor. Mis antiguos aliados me han conseguido una sustancia somnífera que acabará con mi vida. Quizá en los últimos momentos mi mente pueda soñar con mi hijo. Desearía tener papel para enterrar estas ideas junto a mí pero, paradójicamente, mis circuitos serán el albacea de estos últimos pensamientos. Mi cráneo será un fósil de recuerdos. Los futuros arqueólogos descubrirán que nuestros cementerios son inmensas bibliotecas de calaveras enredadas en extraños circuitos, que cada ataúd será un libro diferente conteniendo la percepción de nuestro mundo de cada hombre que ha pisado la tierra. Espero que en el futuro se honre a Ben como el símbolo de un efímero acto de revolución en una sociedad conformista.

Faltan treinta y tres minutos para la medianoche. Hago mis últimos ejercicios de concentración mental. Dentro de tres horas habré fallecido. Para entonces quiero olvidarlo todo para la posteridad. En mi mente solamente quedarán esta carta, las silenciosas noches en el desierto y la sonrisa juguetona de Ben.

Charlotte Kazuma

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Comentarios

  1. Nadia dice:

    Toma ya… sin palabras he quedado.

    Besos.-

  2. laquintaelementa dice:

    Para mí, el relato bluetal por antonomasia. Sigue siendo fuente de inspiración y el sello de la marca «levast» 🙂

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