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Arturo, hermoso mío, si vuelves a sacarme del pueblo con la promesa de un viaje emocionante, te arreo un sopapo que te pongo a bailar

por Relato ganadorRelato Bluetal

—Con una rodilla en el suelo proclamo que por la Gloria de Dios y el rey Jorge III yo, James Cook, enviado especial de la Royal Society y capitán de la HMB Endeavour, declaro esta zona como suelo británico bajo la protección de la Armada británica y sujeto a las leyes inglesas. Y así lo reclamo por el principio de Terra nullius. Así, mando y ordeno, que todo hombre que habite estas tierras sea honrado a servir a Inglaterra y aquel que levante un arma contra esta incuestionable voluntad sea considerado enemigo del pueblo inglés y castigado por consiguiente por traición a la Corona y al Parlamento. Reclamo para Inglaterra lo que ningún otro hombre ha podido reclamar. Es un hecho probado que somos los primeros seres humanos que ponen pie en esta hermosa tierra y por lo tanto es nuestro derecho indudable el considerarla de nuestra propiedad. Largo es el viaje que nos ha traído aquí y largo es el trayecto que nos queda. Han merecido la pena las calamidades sufridas por estos hombres que hoy me acompañan. Nuestra misión es dura pero será de gran valor para las generaciones venideras y así nos será reconocido. Gracias a todos por vuestro esfuerzo y dedicación. El Rey Jorge y la Royal Society estarán orgullosos cuando sepan lo que han hecho estos hombres ingleses que hoy pisan esta tierra virgen. No nos detendremos hasta completar lo que hemos venido a hacer. Me llamo James Cook y juro ante mis hombres que volveremos victoriosos al hogar o no volveremos. Que la Naturaleza sea sometida por nuestra grandeza. Que el resto de los hombres nos envidien. Somos Inglaterra y nada puede detenernos. Ninguna empresa es imposible si hay un inglés al frente. Hoy, 29 de abril de 1770, el mar es un poco más inglés que ayer pero menos que mañana. Declaro que esta tierra se llamará Stingaree Bay. Y que este pequeño paso signifique…

—Vamos, chicos. No os detengáis. Vamos, rapaces.

—¿Qué es eso, capitán?

—Creo que es un inglés, Paco. Pero no te detengas hombre, sigue andando hacia el agua, carallo.

—Sí, capitán.

—Buenas tardes, tengan los señores —dice el capitán de navío Juan Adolfo Villamagna Lobos mientras realiza un saludo militar; su interlocutor imita el gesto con desdén.

—¿Qué diablos significa esto? —pregunta en perfecto inglés un sorprendido James Cook.

No te entiendo ni lo más mínimo, carapalo. Madre mía. Mira que tenéis todos los ingleses cara de estreñidos. No me extraña, comiendo lo que coméis. Una moumenta, porrrfavor. Licenciado, licenciado, deja caer tu espíritu por aquí, salao. Los demás, os he dicho que no os detengáis.

—Capitán, esta gente es muy finolis.

—Clemen, tira para el agua y déjales en paz. Tú eres de Málaga y sabes idiomas. Diles algo amable y desfila.

—Sí, capitán. Sé un poco de inglés para hacer negocio. Sangría y pescaíto, dos chelines.

—¡Qué ropas! ¡Qué porte! ¡Qué flema!

—Celerio, cojones, compostura y saber estar, que somos de la Armada española.

—Sí, capitán. Es que no puedo por más dejar pasar por alto las diferencias entre su cultura y la nuestra.

—¿Qué diferencias son esas de las que falas?

—Pues me ha llamado la atención el discurso del elemento en cuestión. No he entendido nada pero parecía cargado de emoción y elocuencia, propio de los grandes hombres. Usted al llegar escupió al suelo y nos ordenó que montáramos un chamizo en la playa para que nos diera la sombra mientras comíamos.

—Celerio, tengamos la fiesta en paz, que se me inflan las…

—¿Llamaba, capitán?

—Ya era hora, hombre. Licenciado Pérez traduce al inglés, tú que sabes. Primero: dile quién soy y cómo de grande tengo los …

Mi capitán es Juan Adolfo Villamagna, se deshace en halagos hacia su persona y quiere expresar lo honrado que está por tener a tan distinguido capitán ante él.

—Ah. Estupendo. Yo soy el capitán James Cook.

—Capitán, el honorable James Cook al servicio de su Majestad pregunta por nuestra misión y no puede evitar plantearse si somos un peligro para ellos dado que nuestra presencia aquí no era esperada.

—¿Ha falado todo eso? Si apenas ha movido los labios.

—Son ingleses, mi capitán, dicen más por lo que callan que por lo que hablan.

—Dile a carapalo que es un impresentable petimetre y que tengo unas ganas irresistibles de abofetearlo, pero que no lo voy a hacer porque nos marchamos con viento fresco.

Mi capitán expresa su inquietud ante el temor de que nuestra presencia aquí haya enturbiado las relaciones entre nuestras culturas. Pero insiste en que no hay que temer porque nosotros ya partimos lejos de aquí, y que espera que este pequeño encuentro no quede más que en pura anécdota dentro de los libros futuros de historia. Nosotros nos marchamos y vos podéis continuar con vuestros asuntos sin ser molestados.

—Esto es una misión científica de exploración —replica el capitán James Cook.

—Dice que están enfrascados en una misión de reconocimiento y exploración de la Natura. Pero vamos, que es una forma elegante de disfrazar sus ocultas y subyacentes intenciones.

—Más claro, hostias.

—Que dicen hacer mapas y catalogar bichos y pájaros para quedarse con todo lo que pisan.

—Que Dios les bendiga el morro que le echan a la vida. Dile que si quiere ver bichos raros me mire los… Y dile que hoy es domingo y que si en su casa no tiene Dios o qué. Porque venir a conquistar una tierra en el día del Señor es casi de infieles. Pero que me importa un cagao. Que nos vamos y que se metan este sitio por lo más oscuro de su flemático…

Mi capitán quiere desearle unas muy buenas tardes y que sus futuros negocios lleguen a buen puerto. Adiós, caballero.

Au revoir —pronuncia con satisfacción el gran capitán Villamagna.

—Eso es francés, mi capitán.

—Ya sé. Es que quiero ver si es un francés haciéndose pasar por un inglés. A ver si pica el mequetrefe.

Mi capitán se despide en la lengua internacional y pide que se nos garantice salvoconducto hasta nuestra nave que se haya en una localización secreta para partir a España. Aquí ya ha finalizado nuestra presencia.

—Me extraña mucho este comportamiento. Exijo una explicación inmediata. Están ante un oficial de la gloriosa armada británica y esta situación es insostenible —gruñe el capitán inglés mientras levanta el brazo derecho haciendo una señal y acto seguido todos sus hombres desenvainan sus sables.

—Capitán, digo, capitán. Parece que se está poniendo un poco nervioso y pide que le expliquemos todo.

—¡Manda carallo! Esto va a retrasarnos.

—Debemos hacerle caso, señor. Con esta gente no se juega. De hecho no me apetece jugar con gente que está mejor armada que nosotros.

—Échale un poco de bilis a la cosa. Se un hombre por una vez, Pérez.

—No se me da muy bien cuando hay tanta gente con ganas de cortarme la garganta como en este momento.

—¿Es que esta gente no sabe cuándo hay que dejar las cosas correr? Está bien. Desatad al perturbado y que él les cuente todo.

—¿Desatar a fray Bartolo? ¿Estáis seguro, mi capitán?

—No queda otra. ¿Quieres una explicación, inglés? No te preocupes, te vamos a dar una que no vas a olvidar y lo mejor es que lo va a hacer en tu idioma. El perturbado habla cualquier cosa.

Villamagna y Pérez consiguen que el capitán Cook baje la guardia y los acompañe hasta un carromato destartalado empujado por un par de hombres. Tiran de una manta que cubre el suelo del carromato y aparece el cuerpo de un hombre amordazado y con una venda tapando su boca. La mirada del hombre parece perdida. Tiene una larga barba y la carne pegada al hueso. Sus ropas son harapos pero aún se distingue la forma del hábito correspondiente a un monje franciscano. Su olor corporal echa hacia atrás la valentía del inglés que se ha intentado acercar a él para observar más de cerca. Villamagna da instrucciones a uno de los hombres que tira del carro. Desata al pobre diablo y se descubren las heridas que las cuerdas le están causando. Pérez explica al capitán Cook que en realidad la mordaza es por su propio bien. Ha cogido una fiebres extrañas y no hace más que hablar y autolesionarse. Todos tienen una cierta cara de preocupación ante la debilidad que presenta fray Bartolo. El capitán español susurra algo al oído del monje y este abre los ojos como si reviviera. Alguien acerca un odre de vino al franciscano que bebe y deja caer parte del contenido entre la comisura de sus labios insaciables. Se aclara la voz y comienza a hablar.

—Éste es el relato novelado de los acontecimientos que nos han hecho llegar hasta aquí. Es la titulada Crónica de las putas calamidades pasadas en Tierras Australes del monje franciscano Fray Bartolo Miguel Huestes, que siguió a su primo Arturo Rojas Huestes en una increíble aventura, que por supuesto tuvo su origen en alguna perturbada mente política pensante en el jodido Madrid. Letras en gótica libraria y oro. Encuadernación en cuero y tapa dura, hojas cosidas a mano al lomo.

***

Introducción

El lector tiene que ser advertido que esta crónica resume lo vivido por el autor y recoge, así mismo, testimonios de los acompañantes de la expedición real secreta capitaneada por Juan Villamagna Lobos. Se juntan partes en prosa con diálogos de los protagonistas aunque estos episodios no hayan sido vividos directamente por el autor.

Capítulo I: El comienzo

Lo que empezó como un apunte en un margen de un antiguo libro, una fría mañana del 29 de enero de 1767, se ha convertido en una aventura digna de mención. Todo empezó cuando el licenciado Pérez seguía los pasos de un familiar viajero entre los libros de la biblioteca mejor surtida de Madrid. Esta biblioteca era la posesión más preciada de la familiar Soto Pérez Grande. Orgullosos de recopilar libros y de escribirlos, eran una clase poco frecuente de familia en el Madrid de la época. El licenciado Óscar Pérez Grande era el primo del sucesor del gran duque de Soto Pérez, Alejandro, y su estrecha relación le permitía deambular por la casa libremente. El caso es que el licenciado tenía ganas de saber qué había ocurrido con su tío abuelo el doctor Ignacio Soto Pérez Ruibarbo Calpe. Hacía mucho que no se sabía de él. Lo último que dijo en la casa que ahora pisa Óscar fue:

—Me marcho. No sé cuándo volveré.

Palabras que quedaron grabadas en la mente de la matriarca de la familia y que Óscar había escuchado muchas veces.

La empresa no fue fácil y el licenciado se pasó muchas horas consultando libros. De repente, allí lo encontró. El tío abuelo había escrito de su puño y letra unas pequeñas anotaciones en el margen izquierdo de un libro que narraba la vida del expedicionario Gustavo Mendoza y Mendoza, ayudante de Luis Váez de Torres, el portugués al servicio de la corona española. Las anotaciones eran unos números junto con la frase «allí iré». La matriarca confirmó que esa era la letra de su hijo Ignacio y la mente de Óscar se puso a trabajar. Leyó y releyó el libro sobre Gustavo Mendoza y consultó las referencias a Luis Váez y sus viajes. Cayó en la cuenta de que esos número eran coordenadas de posiciones estelares y calculadas a ojo de lector. Echó mano de cartas marinas recopiladas por su familia para hacerse una idea, pero no eran muy detalladas y sólo mostraban las rutas hacia las Filipinas por el Pacífico o hacia Molucas. El licenciado intuía que, según le sugerían las coordenadas, había que ir más al sur, mucho más.

Preguntó, leyó, analizó y estudió y por fin encontró el rastro de su tío abuelo. Le llevó hasta La Coruña de dónde partió hasta Inglaterra.

Allí, con el carácter que define a los españoles, movió cielo y tierra buscando los rastros de de su tío abuelo, centrándose sobre todo en tabernas y lugares sórdidos con bebidas espirituosas que se insuflaban de falso valor. Muchos hombre le intentaron llegar pero, gracias a que los ingleses no hacen nada si no lo tienen por escrito, cada falso rumor era rápidamente desenmascarado gracias a la ayuda de los escritos. Un día, por fin, logró saber que su tío abuelo Ignacio había embarcado rumbo hacia aguas de las Molucas en un barco militar inglés como contramaestre. Y mira que su tío era listo y por eso dejó escrito en un notario sus últimas palabras a sabiendas de que alguien iría tras sus pasos. Y en Stands&Mortimer&Witfield abogados le entregaron los diarios que había dejado expresamente para ser enviados a España tras cumplirse dos años de su entrega. Pero al justificar su parentesco Óscar pudo disfrutar de las palabras de su tío. Lo tenía todo detallado. Iba a dirigirse hacia una tierra que prometía. Y hasta señalaba el camino.

Capítulo II: La negociación

[…] Y por fin convenció al alto mando español para organizar una expedición hacia esas tierras prometedoras. Leyó una y otra vez en alto las palabras de su tío abuelo. Parecía que era una tierra muy, muy, muy rica, y eso era justo lo que se necesitaba en el reino. Si es oro y no lo tienen ingleses, franceses u holandeses, es bueno para España. Y lo mandaron a que fuera a buscar al más osado de los capitanes por no decir el más loco —opinión personal del autor—. Tras unos meses de preparativos fue cuando recibí la visita de mi primo Arturo, embarcado en esta aventura como despensero del galeón, invitándome a ser el cronista de la expedición —en qué puta hora, opinión personal del autor y futura nota mental para abofetear a mi primo; castigo divino—. ¡Con lo a gusto que estaba yo en mi pueblo, mi brasero, mi misa de las seis de la mañana. No se podía pedir más a esta vida de penitencia y arrepentimiento.

Capítulo V: Diario de a bordo

[…] Hemos tenido que acostumbrarnos a cierto ritual del capitán Villamagna. Parece ser que sigue cierta corriente de pensamiento poco pudorosa y, bueno, resulta que ocupa de vez en cuando su puesto de mando junto al timonel tal y como vino al mundo salvo por sus botas, sombrero y sable. Lo que no puedo evitar hacer constar es el tamaño descomunal de la anatomía de este hombre. El doctor Gálvez Rioviejo achaca la baja estatura de nuestro capitán y su tendencia a la redondez corporal al peso inherente que ha de soportar su cuerpo cargando semejante instrumental reproductivo. Que Dios se lo bendiga.

El licenciado Pérez nos deleita con las maravillas que vamos a encontrar en el «continente perdido» como le ha dado por llamar a nuestro destino. A veces parece febril ante la lectura del diario de su tío abuelo. Le echaré un vistazo y vigilaré a este crío. Puede que el Mal haya hecho acto de presencia en su ser. A lo mejor mi presencia va a ser más necesaria de lo creído. Escribir una crónica y realizar un Auto de Fe o un exorcismo. Este viaje promete.

Capítulo VII: ¡Tierra!

[…] Creemos que hemos llegado. Es una tierra fértil, llena de animales y plantas. Nuestro científico de a bordo, el doctor Gálvez Rioviejo, no deja de sorprenderse con el tamaño que tienen aquí las cosas. Es increíble. Se respira pureza. Estoy maravillado ante la obra universal del Gran Dios Todopoderoso. Cuán insignificantes somos en su creación. Bosques y más bosques, junto con praderas y lluvias nos dan el nuevo escenario de lo que es ahora nuestro lugar de acogida. Estoy contento porque hemos dejado atrás el inmenso océano que no deparaba más visión que la del agua azul.

Capítulo IX: Miedo y asco en el campamento.

[…] Llevamos un mes y estoy de lluvias y bosques hasta las narices. A Dios se le ha olvidado mover los nubarrones de este sitio. No paso ni dos horas seco. Alguno de estos hombres ha sentido más agua en un día aquí que en toda su vida. Algunos incluso hasta han cambiado de aspecto. Nada ha olido mejor que nosotros. Es imposible estar más limpio. Y eso que no hacemos más que trabajar para terminar el campamento base. El capitán dice esperar compañía y que no quiere que nos pillen por sorpresa ni nuestros enemigos ni los habitantes del lugar. No se ha planteado ni por un momento que estemos en una zona despoblada. Es un hombre precavido, a la vieja usanza, que ha aprendido en la escuela de los más feroces conquistadores españoles. Sangre y fuego es lo que entiende este hombre. Nos llena de orgullo estar a su lado, menos cuando está desnudo. Hoy ha decidido que la tierra que pisamos se llame Bahía Navarredonda de la Rinconada porque dice que este lugar le recuerda al pueblo de su abuela en Salamanca. Como si en medio de Castilla hubiera arañas del tamaño de su cabeza, serpientes venenosas y osos comedores de eucaliptos, aparte de otros animales a los que aún no hemos puesto nombre y una hermosa playa bañada por un océano azul. Claramente Salamanca. Pero es mejor no hacer mención a estos detalles.

Desesperado intento meterme en una de las bolsas donde esas ratas gigantes llevan a sus crías para ver si ahí dentro no llueve. No tengo suerte y la rata saltadora me arrea una patada que me deja roto durante un buen rato.

Capítulo XI: Menú del día

—¿Seguro que eso se come, Clemente? —pregunto inquieto.

—No lo sé, pero yo voy a hacerlo. Empiezo a morirme de hambre —me responde mi primo Arturo.

El gusto de esta hierba es horrible pero parece que calma los rugidos de nuestra barriga. Hace tiempo que la comida se nos ha acabado, por lo menos la que nos trajimos del barco. Dos meses comiendo gachas secas tampoco es que sea un manjar. Es el momento de la «ruleta marrón» como les gusta llamarla a los hombres. Consiste en que cada día uno es el encargado de probar alguno de los distintos tipos de frutos o animales que vamos encontrando según exploramos. A veces hay suerte y otras pues no, y no volvemos a ver al pobre desdichado hasta un par de días después de estricta dieta y cuidados médicos. El doctor Gálvez no da abasto.

—Primo Bartolo, no está mal esta hierba. ¿Y sabes qué? Estoy preocupado por el tamaño taaaan grande de mis manos. Es maravilloso.

—Ahora que lo dices, las mías también me parecen grandes y estoy perdiendo mi estupendo bronceado azul, ¡con lo que me lo he trabajado!

Anejo al capítulo IX

[…] Jajajajajajajajajajajajaj, laelrjañei ñlfnaslnaseiasleif wo R’lyeh, R’lyeh, rRlyeh, Cthulhu ftang, qué bonito es el arco iris que me sale del… añieñasofaeiaoijign.

Anejo II al capítulo IX

[…] Como castigo por algo que no recuerdo haber hecho, me han obligado a ser voluntario para probar comida durante tres días seguidos. Como consecuencia llevo dos días sin moverme del suelo vomitando y cagándome encima. Doy tanto asco que a mi primo cada vez que viene a verme le llegan las arcadas y no puede evitar vomitarme encima. Que digo yo que si ante iguales actos habrá iguales consecuencias ya podría olvidarse un rato de mí o voltear la cabeza cuando me ve. La escena es tan asquerosa que el doctor Gálvez también vomita, cosa que hace vomitar al resto de sus pacientes y al resto de los que nos visitan. La cosa es que al final llevamos dos días que aquí nadie retiene nada sólido en el estómago. Es asqueroso y lo peor es que hace un mes que no llueve y esto se acumula. No hay tanta arena en la playa para tapar lo peor de nosotros mismos. Y millones de moscas y mosquitos nos hacen compañía. ¡Señor, llévame pronto contigo!

Capítulo XX: Contacto

—A ver, disciplina y saber estar, carallo. Quiero un ataque en formación y un movimiento envolvente que acabe en una pinza para rodear el poblado y que toda posibilidad de defensa quede rota. Al enemigo ni agua y no quiero prisioneros. Quiero sangre y fuego. Quiero que los chillidos de sufrimiento de nuestros contrincantes sean lo único que suene en cientos de kilómetros a la redonda. Quiero que esto se convierta en Lepanto, Breda y en la madre de todas las batallas. De lo que pase aquí hoy se va a hablar largo y tendido por los siglos de los siglos. El mismísimo rey nos va a condecorar por esta hazaña épica. ¿Ruegos y preguntas?

—Creo, mi capitán que esto hay que someterlo a votación democrática, previa junta de consultas.

—¿Cómo dices, Celerio?

—Hay que establecer cuáles son las razones para atacar a estas gentes en su hogar y cuáles son los verdaderos motivos que mueven nuestros actos belicosos. No vaya a ser que sea la avaricia y la conquista lo que nos guíe. Primero se establecen unas bases para el diálogo entre las partes implicadas. Una vez fracasadas esos intentos de diálogo tenemos que buscar una legitimación internacional consensuada para que nuestra causa sea reconocida como justa, y así encontrar también una forma de actuación en conjunto con el resto de la escena internacional a través de aliados que coincidan en, o reconozcan con nosotros, los agravios causados. Y después de eso se vota, y si la mayoría simple de los consultados así lo quiere, se procede al ataque hacia objetivos estratégicos meditados y analizados evitando, en todo lo posible, daños colaterales perjudiciales a la población civil.

—Celerio, ¡pues claro que nos mueve la conquista y la avaricia! Esto es la nueva América, mequetrefe. Aquí podemos hacer lo que queramos.

—Aprender de los errores pasados nos hará más fuertes en el futuro. No dejemos que las injustamente enaltecidas hazañas de antepasados guíen nuestro camino en esta nueva tierra. ¿A quién queréis hacer caso? —grita Celerio dirigiéndose a sus compañeros—. ¿A éste representante del estamento nobiliario, títere del poder corrupto e insaciable de riquezas ajenas, o a mí, vuestro compañero de faena cuyas manos doloridas sangran trabajando codo con codo con vosotros? La voluntad del pueblo debe oírse ahora.

—La última vez que tus manos estuvieron doloridas fue cuando te estabas hurgando el…

—¡¡¡La voluntad del pueblo!!! —chillan al unísono todos los marineros.

Los oficialesmiran a Villamagna un tanto desconcertados.

—¡A tomar por culo! Haced lo que os dé la gana.

Villamagna tira el sable al suelo y se sienta enfadado en una gran piedra. Cruza los brazos y murmura juramentos en voz muy baja. Algunas palabras como «cabrones», «desagradecidos» o «traidores» se descifran entre los ruidos que salen de su boca.

—Compañeros, hemos derrotado por una vez a nuestros gobernantes. Vayamos a encontrarnos con nuestros hermanos de estas latitudes para llevarles la buena nueva de la paz y la armonía. Que los oficiales vean que el camino de la guerra no es el indicado. Dejad aquí las armas. Capitán, acompáñenos.

—¡Mis huevos! —permanece sentado Villamagna, mientras intento sosegarlo con mis consejos espirtituales.

Celerio y los demás bajan la colina frondosa hacia el poblado de pequeñas tiendas. Cuando están próximos a las tiendas levantan sus brazos en alto intentando mostrar una actitud no beligerante. Quieren que los aborígenes se cercioren de que no portan armas en sus manos. Cantan una alegre canción sobre un pastorcillo y su mejor amiga, la oveja merina, que recorren Castilla buscando verdes prados donde quedarse. Una vez que llegan hasta las tiendas dejan de cantar y algo les llama la atención. No hay nadie. Hay un gran fuego encendido pero no hay nadie alrededor. Parece como si fuera un poblado fantasma. Clemen es el primero en romper el silencio.

—¿Se han largado? ¿Los hemos asustado?

—No parece que nadie haya salido corriendo. Está todo muy bien puesto y en su sitio —comprueba Juanjo «Dolores».

De repente a todos se les viene la misma idea. Una trampa en ciernes.

—¡Corred! —grita Clemen.

De la nada aparecen los aborígenes lanzando flechas y piedras junto con unos palos de madera que volvían a la mano de su dueño. Golpeaban con fuerza a los invasores. Dos españoles cayeron al suelo abatidos por las piedras, otros fueron acertados por las flechas y los palos de madera. Corren desesperados colina arriba intentando huir de sus atacantes. El cansancio empieza a hacer mella en ellos, pero la adrenalina los impulsa a no parar. Al cabo de un rato pasan junto al capitán y los oficiales Artujo y Clarete.

—¡Que vienen, capitán! —chilla Leandro el tuerto cuando pasa a su lado.

Villamagna se gira para ver la escena. Treinta hombres entrenados por la Armada española se baten en retirada ante un enemigo que los iguala en número pero, en principio, peor armado. Lo que indigna al capitán es la falta de resistencia ofrecida por sus hombres. No hace ni diez minutos que han ido hacia el campamento y ya está armado el Belén. Sin dejar de mirar al enemigo, mientras sus hombres corren en sentido contrario, el capitán Juan Villamagna inesperadamente se despoja de su uniforme, se queda desnudo salvo por las botas que se ha vuelto a calzar y se coloca un sable en cada mano. Mira a Artujo y a Clarete.

—Coged dos mosquetones y disparad por encima de las cabezas de esos salvajes, carallo, que yo no puedo hacerlo todo.

Artujo y Clarete, dos hombres de mundo, se quedan estupefactos ante la visión y muy sorprendidos ante la actitud de su capitán. Éste coge aire y suelta a los cuatro vientos el grito de guerra más usado por todo español en una batalla:

—¡Me cago en vuestra puta madre!

Acto seguido se lanza con los dos sables en alto y gritando contra el enemigo.

Artujo y Clarete disparan tal y como ha indicado el capitán. Los postines impactan contra los árboles y la corteza se parte en mil pedazos. Los aborígenes, al escuchar el estruendo de los mosquetones, detienen su ataque un tanto sorprendidos por el humo, el fuego y los árboles destrozados. Pero lo que de verdad los hace retroceder es la visión de un hombre con la piel más pálida que hayan visto sus ojos, acercándose corriendo con dos extraños objetos que parecen afilados, chillando y desbocado con cara de loco y babeando. Porque para sus mentes cualquier cosa más blanca que ellos y con semejantes armas en la mano y en la entrepierna no puede ser nada bueno. Para ellos o es un demonio o está como una chota. En ambos casos lo mejor es estar lejos. Los aborígenes se dan la vuelta y salen corriendo por el lado contrario por el que han venido. Villamagna los persigue hasta que se meten en sus tiendas en busca de refugio. El capitán se escurre con las vísceras y la piel de un animal que habían cazado los aborígenes y se pringa de sangre y tripas hasta las cejas. Le importa un bledo y se levanta cubierto por la piel ensangrentada del animal. Llega al centro del poblado de tiendas y le da una patada a las brasas de la fogata que había. El fuego se aviva y prende algunas hierbas cercanas junto con la piel de una tienda. Lanza mandobles y agita los sables de un lado a otros mientras grita. Los aborígenes salen de sus tiendas y tiran sus armas al suelo. Piensan que Villamagna ha sacado las tripas del animal y que va a hacer lo mismo con ellos. Se agarran el estómago mientras se arrodillan en el suelo.

El resto de la tripulación llega corriendo a la altura del capitán.

—¡Victoria! —gritan todos.

Acto seguido comienza el pillaje en el poblado. Los aborígenes miran aterrorizados a los invasores.

Che, che, che. A ver, rapaces. ¿Qué coño hacéis? —grita el capitán Villamagna.

—Pues lo que usted dijo, chillidos y lamentos, la madre de todas las batallas… —responde un sorprendido Arturo.

—A ver, soplapollas. Ésta es mí victoria. Vosotros no estáis invitados. Éste ahora es mí poblado y aquí sólo puedo estar yo, el contramaestre Artujo y el timonel Clarete.

—¡Ejem! ¡Ejem!

—Y fray Bartolo. Los demás a tomar por culo. Y el que no lo vea claro que pase a hablar con mis sables. Éste es territorio villamagno y vosotros no sois bienvenidos. Los casinegros se quedan, que ahora son vasallos: tienen alma y eso los obliga a pagar impuestos.

Capítulo XXV: La convivencia

[…] Al capitán se le ha pasado el enfado inicial y ha dejado que vuelva el resto de la tripulación al campamento. Nos estamos intentando integrar con la población. Hemos copiado sus formas de vestir, cosa que le encanta a Villamagna porque apenas llevan harapos para tapar sus partes pudendas. Por mi parte intento evangelizar a estas gentes pero no atienden a razones. El licenciado Pérez intenta aprender su idioma y me ha prometido traducir las Sagradas Escrituras a la lengua de estas buenas gentes.

Nos han enseñado a cazar y a distinguir los alimentos buenos de los malos. También nos han dado a probar una especie de licor o aguardiente que se está haciendo muy popular entre la tropa, a pesar de que hemos descubierto que lo fermentan con su propia saliva. Alguno incluso se ha animado a colaborar en la elaboración.

Según Pérez, esta gente también cuenta con un hombre religioso o chamán que hace las veces de curandero en el pueblo. La sorpresa nos la hemos llevado cuando ha vuelto al poblado. Parece que había salido hace unos meses en pos de un viaje astral o algo similar. Es un pueblo nómada, y para mí que el tipo éste no los encontraba. Pérez se ha intentado comunicar con él. La verdad es que el pobre diablo parece estar ido o borracho. Se ha echado a dormir una siesta. Nos hemos reído un buen rato de él. A los aborígenes no les ha gustado nada. Por el bien de la convivencia ha llegado el capitán y nos ha abofeteado a todos para que aprendamos a respetar a los demás. Luego ha vuelto a su tienda a planificar una red de carreteras y diversas infraestructuras más. Cree que necesitamos un palacio real para atraer el turismo a la zona.

Vuelven las lluvias. Estoy encantado.

Capítulo XXVI: La sorpresa

—¿Y esto es un chamán? —pregunta Arturo junto a Celerio.

—Lo es —dice el licenciado Pérez.

—Pues huele a caca —apunta Arturo.

—No parece muy religioso roncando como un oso.

—Este tipo es un jodido fraude. Mírale. Parece un tonto a las tres. Si es que me das asco, roñoso —se burla Celerio

—El único roñoso fue tu padre cuando pagó a tu madre por una noche de placer etílico y como resultado saliste tú, apestoso.

Aquella voz salía del chaman y los tres hombres permanecieron callados y sorprendidos.

—Me ha costado reconocerte, Óscar, pero veo los ojos de tu madre en tu cara. Eres un Soto Pérez como yo.

—¿Tío abuelo Ignacio?

—Pues claro que sí. Abrázame.

Los dos hombres se funden en un intenso abrazo. Lloran de alegría por el encuentro. ¿Qué posibilidades había de que eso ocurriera? «Imposible», diría después el capitán al enterarse tras presentarse adecuadamente.

—El doctor Ignacio Soto Pérez Ruibarbo Calpe, supongo —supuso el capitán.

—Efectivamente —confirmó el aventurero en cuestión.

[…] Luego más tarde, después de la celebración por el reencuentro, azotamos al cabrón mentiroso por sus escritos con los que nos habían achicharrado la cabeza durante todo el viaje. Aquí no hay mujeres de belleza extrema, ni riquezas a mansalva. Aquí hay bichos, mierda, arena, lluvia, sequía, más bichos, más lluvia, más sequía, licor con saliva, gentes más pobres que nosotros sin Dios ni amo, y flota en este aire una mala baba que hace imposible la vida en este lugar. El muy cabrón se lo ha tomado bien y nos dice que se lo tiene merecido. Que a él también le ha defraudado. Será mamarracho. Nos cuenta que ya de perdidos a río y que por eso se hizo chamán de una tribu nómada. Que de vez en cuando hace trucos o cura alguno de estos infelices para que lo acepten. Viaja muy seguido buscando algún lugar mejor pero que no hay nada.

Días después nos conduce hasta el borde de la vegetación conocida. Ante nosotros se extiende un desierto muerto de arena y sol que parece ser el fin del mundo habitable. Al capitán le crecen los huevos y propone voluntarios para saber si hay vida al otro lado de este mar muerto de polvo y arena. A todos se nos ha debido poner una cara de mala hostia poco frecuente porque sin decir nadie nada ha decidido desechar la idea como si tal cosa.

Capítulo XXX: ¡Hasta las narices!

[…] Estamos cansados de ser expedicionarios y decidimos que ya está bien. Echamos de menos nuestro decadente reino y sus cosas. A fe cierta que hemos comprobado que la vida civilizada es inviable en este lugar. Tanto el doctor Gálvez como el capitán están convencidos de ello. Menos mal que ahora nos reímos al pensar que tuvimos que detenerlo para que no quemara el navío en plan Pizarro para motivarnos a todos. Si lo llega a hacer lo matamos ipso facto.

Echamos la vista atrás cuando recogemos. El doctor Ignacio Soto ha decidido quedarse. Dice que en España no hay nada para él. Lo hemos abrazado todos y nos hemos despedido. Pero ha sido una despedida corta y nos arden los píes de ponerlos en polvorosa de camino a la playa cercana que nos vio llegar. Sólo hay que construir unas balsas y en pocas horas llegamos al barco. Está chupado. De aquí a España hay una tirada. Yo, para no enterarme de nada, he decidido comerme una hierba de estas que me hacen tener visiones. Con un poco de suerte cuando recupere la consciencia estaré viendo el faro de Ferrol. Cruzo los dedos.

De todas formas mis últimas palabras como cronista en esta tierra se van dirigidas a mi primo Arturo.

Arturo, hermoso mío, si vuelves a sacarme del pueblo con la promesa de un viaje emocionante, te arreo un sopapo que te pongo a bailar. He dicho.

A 29 de abril de 1770.

***

—Y ahora, Cook, nos largamos con viento fresco. Aquí te quedas —sentencia el gran capitán Juan Adolfo Villamagna Lobos echando un vistazo atrás a la tierra que deja al subirse a la balsa junto con sus compañeros.

—Capitán Cook, ¿qué ha ocurrido aquí?

—Contramaestre, no tengo ni idea. Pero sólo Dios sabe cómo ha sobrevivido España a sí misma día tras día. Anda, vamos a hacer historia por aquí y olvidemos este episodio.

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