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El panteón desconocido

por Relato ganador

Japón, 1945 d.C.

Miró en dirección al cielo y se cubrió los ojos para que la luz del amanecer no le molestase. El sol le daba la bienvenida tras pasar la noche en un tugurio japonés del que le acababan de expulsar. Japón no era para él, pero era el sitio donde debía estar. Deambuló a trompicones con una botella de vodka en la mano y con varias copas de ron, whiskey y sake en el estómago. Buscó un sitio despejado en un parque cercano y se tumbó sobre la hierba. Una sirena antiaérea martilleaba con estridencia su resaca; los peatones a su alrededor aceleraban el paso con marcial prisa. El hombre sonrió satisfecho y echó un trago, rebuscó en su bolsillo y se colocó unas gafas oscuras. Contempló el cielo aspirando el condensado aire de la atmósfera. La sombra de una figura interrumpió su visión.

—Jamás pensé encontrar al gran hombre durmiendo como un pordiosero —le comentó la mujer, una estilizada y serena figura que le observaba expectante con las manos sobre las caderas.

—Tengo mis razones —respondió el hombre.— Si me quieres acompañar hay sitio de sobra aquí.

—No, lo siento, sólo he venido a detenerte. He descubierto tus movimientos en esta delirante conspiración y voy a desactivar tus maniobras. Me gustaría saber qué pretendes conseguir con la vorágine de destrucción que vas a desatar.

—Estoy ebrio y rebosante, querida, y sólo se me ocurre este remedio para saciar lo que me corroe en las entrañas. A grandes rasgos, estoy cumpliendo mi promesa de acabar con todos estos malnacidos.

—Sigues siendo un niño caprichoso y bravucón. Estás haciendo malabares con el destino de la humanidad, si este juguete se rompe no quedará nada.

—Pero ¿es que aún no te has dado cuenta de que la vida humana está demasiado sobrevalorada? Nosotros somos inmortales, ¿qué coño te importan?

—Vas a alterar todo el equilibrio. Detén esto de una maldita vez.

—Y una mierda. A tomar por culo el orden civilizado. El proceso está en marcha y es inevitable, pero no me dejas verlo. Me encanta estar en primera fila del espectáculo.

—Estás loco —respondió la mujer con sincera indignación.

—Vamos, no me arruines el espectáculo. Quiero estar presente mientras sus cielos se conviertan en ceniza y sus sesos se derritan dentro de sus cráneos. Quiero oír el nombre mientras todo estalla.

—¿Nombre? ¿Qué nombre? —preguntó ella extrañada.

—Grítalo, grítalo bien fuerte. ¿No lo recuerdas?

—Maldito…

—Grítalo, venga. Constantinopla, Constantinopla… CONSTANTINOPLA.

El grito retumbó unos segundos, haciéndose casi imperceptible durante la devastadora detonación que la proseguiría.

Constantinopla, 313 d.C.

«Ganthea nació de la pasión y el ardor»

—Bueno, más exactamente de la lujuria y el desenfreno —comentó Ares a su acompañante. El imponente dios de la guerra, una personificación de aspecto recio, barbudo, con gesto desafiante pero noble se dirigía a Atenea, una diosa con aspecto más modesto, una bella mujer de semblante frío e inteligente, que escuchaba atentamente al orador Katari que narraba un relato en el escenario.

—¿Vas a estar corrigiendo al maestro toda la noche? Creí que me habías invitado a escuchar la vieja leyenda de tu hija Ganthea.

—Es cierto, perdona mi rudeza. Katari de Tebas es uno de los mejores oradores de Constantinopla. También te he invitado para que asumas que, dentro de poco, todo esto se va a acabar. Los cultos y los antiguos ritos se van a prohibir.

—Eso he oído.

«El bebé, una rolliza niña de grandes ojos, creció con vigor pero siempre inquieta, sollozando como un fiero león. Pero en cuanto empezó a caminar y razonar por sí misma, se dio cuenta enseguida de algo que nadie más percibió hasta ese momento. Su figura no proyectaba sombra alguna.»

—Parece que no te preocupa mucho que estos gusanos nos ninguneen como míseros esclavos a su servicio —advirtió Ares.

—Lo que me parece es que lo único que te duele es tu ego y tu orgullo.

 «…este descubrimiento causó gran impresión en la muchacha y, cuando aprendió a expresarse con el habla, asaltaba a preguntas a toda persona cercana.»

—¿Acaso no te enfurece la clausura de los antiguos templos, o la prohibición de las antiguas tradiciones? Estos nuevos cultos de Oriente nos desplazan y nos humillan.

—Te ciega el rencor y el odio —respondió ella con gesto despreocupado.

«…escaló el monte del Olimpo y abordó a su padre, el gran Ares y éste le explicó que fue concebida a imagen y semejanza de los dioses, y que una imperfección como la sombra fue borrada de su ser al nacer.»

—No fue tan exacto como cuenta el maestro Kataris. Acudió al Olimpo con el tema de su sombra y, para deshacerme de ella, me inventé esa historia para que se olvidara del asunto. Creí convencerla, pero la muy terca siguió empecinada en lo mismo.

—Muy propio de su padre.

—Mi estimada Atenea, esperaba más de ti que reproches y chanzas. Esperaba que te aliaras conmigo en una estrategia para recuperar el respeto de los hombres.

«…acudió a sabios, oráculos y filósofos para conocer la razón de por qué nació sin sombra. Unos lo atribuyeron a malos augurios, otros a una maldición, otros a extrañas profecías. La joven no se conformó con ninguna explicación. Se sentía extraña e incompleta sin su sombra. En su pubertad, ya diestra y ágil con las armas, brotó en su cabeza una idea: si no poseía su propia sombra, la arrebataría a otro hombre.»

—Insisto, quiero recuperar a la Atenea que representaba el espíritu de la guerra, la que nació envuelta en sangre, con un arma a cada mano, abriéndose paso a través del cráneo del padre de todos los dioses. Si unimos fuerzas, volveremos a infundir el temor y el respeto en estos ingratos

—Calla, no me dejas escuchar al orador. Nadas contra corriente, Ares, no estoy dispuesta a destruir la civilización que he ayudado a cimentar.

«… y atravesó con una lanza a su maestro de armas mientras ensayaban artes de combate. Sin embargo, la sombra no se desprendió del cadáver. Triste y abatida por la vida que había arrebatado inútilmente, tomó la decisión de descender al reino de los muertos a recuperar su alma.»

—No lo comprendes —insistió Ares—, nos han ultrajado y apartado. Este arrogante y cobarde emperador, Constantino, ese sodomita amante de los judíos, ha traicionado las sagradas tradiciones. Él y sus súbditos no se merecen nuestra compasión.

«…como su cuerpo no desprendía ningún olor, ni el guardián de las puertas infernales ni las hordas de demonios de las profundidades la pudieron detectar ni capturar ya que se escondía hábilmente en la oscuridad. Localizó a su antiguo instructor y lo escoltó disfrazado hasta la grieta exterior. El maestro de armas, un hombre sabio y bondadoso, comprendió el error de Ganthea, la perdonó y le sugirió que una sombra podría ocultarse en el lugar más negro y oscuro que se conoce: las profundidades de los mares y los océanos.»

—Te estás desviando de lo importante —apuntó Atenea—. No es tu caprichosa voluntad la que moldea el destino de los hombres. Es el progreso y la civilización lo que le da sentido a sus vidas.

—Te equivocas. Es nuestra debilidad, nuestras arbitrarias concesiones a los hombres. Nunca debimos bajar del Olimpo, nunca debimos vivir entre ellos, nunca debimos ofrecerles tanto poder a emperadores infames.

«…a pesar de que podría incurrir en la ira implacable del poderoso Poseidón, decidió ayudar a la Reina de las Arpías y liberarla de las terribles torturas a las que era sometida en una prisión acuática. Aplastó con sus puños a las bestias marinas que custodiaban a la Arpía y volaron lejos de esas aguas.»

—Los poetas y los oradores pronto serán obligados a quemar sus escritos —señaló Ares—. Estatuas que nos representaban son sustituidas por grandes crucifijos. Esta ciudad, Constantinopla, será nuestra tumba. Nos olvidarán y llegarán a creer que pueden hacer aparecer y desaparecer guerras sin mi permiso.

—Nuestro propósito ya no se mide por la cantidad de adoradores que se reúnan en un templo —indicó Atenea—. Los tiempos han cambiado y seguirán cambiando.

«…sugirió a la joven Ganthea ascender hasta el Sol, ya que es la luz del astro la que hace surgir la sombra en todas las criaturas.»

—Tengo un propósito claro y firme…—afirmó Ares.

«…su osadía las hizo descender en picado desde los cielos para evitar la abrasante furia de un humillado Apolo.»

—…borrar todo rastro de estos miserables y regar con su sangre toda la tierra conocida —concluyó Ares mientras el maestro Katari terminaba su relato entre aplausos.

—Tu enfermiza obsesión raya lo obsceno. No cuentes conmigo para intervenir en ninguna de tus locuras de devastación. Además, con tu aburrida dialéctica no he podido conocer el final de la historia de tu hija.

—Pensé que serías más comprensiva. En fin, no tengo remedio, a veces me pueden los arrebatos de ira. Y sobre la historia de mi hija Ganthea… bien, la versión de Katari es el relato clásico que narraban los antiguos poetas. Tras descender del Sol y esquivar de nuevo una muerte segura, vagó y vagó por el mundo buscando su sombra sin descanso; se supone que hasta nuestros días. La evidente moraleja de los sabios era que un propósito firme y concienzudo en la vida es lo que da sentido a la existencia. Pero otros oradores cuentan que en realidad Ganthea atrapó su sombra durante un torneo de caza que organizó Artemisa. Y que durante unos días la tuvo a su lado y después la lanzó por un barranco. Ya no la necesitaba, no había supuesto ningún cambio en su vida y se dedicó a buscar otras quimeras. En fin, cuentos. En realidad ninguno conoció la verdadera historia. La sombra de Ganthea quedó atrapada en el vientre de su madre durante el parto y… ciertamente es una historia muy larga y sórdida y no me trae buenos recuerdos.

—No importa, me alegro de haberte acompañado. Espero haberte quitado algunas ideas dementes de tu cabeza —le comentó Atenea mientras alzaba una copa—. Brindemos por algo, el sabor de este vino me ha puesto melancólica.

—Por Constantinopla. Porque jamás olvidaré este nombre y espero que en algún tiempo futuro retumbe su recuerdo como se merece.

París, mayo de 1968 d.C.

Cuando la personificación de Ares volvió del baño, enseguida adivinó que la persona que se encontraba ocupando su asiento era Atenea.

—No puede uno tomar un café tranquilamente —comentó Ares mientras recogía otra silla.

—Bueno, en mitad de París, en medio de unas terribles manifestaciones… creo que yo soy la que menos molestia te puede causar —comentó Atenea mientras encendía un cigarrillo.

—Ya sabes que me gusta contemplar el paisaje después de una buena batalla —afirmó Ares, con un aspecto triste y cansado—. Pero esta me produce sopor.

—Llevas mucho tiempo esquivándome —comentó ella cambiando de tema—. No tienes buen aspecto.

—El mismo de siempre, querida.

—No. Te noto más apagado, desencantado. No te he vuelto a encontrar desde aquel numerito en Hiroshima.

—Eres muy cruel recordándome esas cosas. Has de reconocerme que fue un buen intento de borrar a estos insectos del mapa. No pasa nada, tú ganaste. Tu ley, tus Naciones Unidas, tu sistema global, tu democracia moderna. Enhorabuena.

—Deja ya esa actitud pasivo—agresiva conmigo. La guerra y la destrucción seguirán existiendo mientras exista el hombre.

—¿Tú crees? ¿Realmente piensas que esta burla de protestas me satisface? Estos abanderados de la paz, el amor y la fraternidad no se parecen ni de lejos a los antiguos guerreros que se dejaban la piel en el campo de batalla. Son una caricatura de una rebelión. He visto reyes y emperadores derrocados y me he reído a carcajadas viendo sus cuerpos empalados. Pero me da igual. Ya no somos inspiración para nadie.

—No comprendes cómo funciona el mundo. Eres tan terco como un bisonte herido. No has aprendido nada en estos siglos.

—Sí, a odiar a los ingratos. Me da igual el poder y la autoridad. Lo único que deseo es ser quien pueda dar el golpe de gracia al último hombre vivo de la Tierra.

—Te pierde el resentimiento y la rabia. Necesitas una cura de humildad. Yo también tuve mi crisis de identidad. Ya ves, las revoluciones no son fáciles de gestionar y me cuestioné mi propia valía. Pero tuve una cita, hace ya algún tiempo, con el oráculo más poderoso de la Historia.

Ares giró el rostro hacia ella completamente intrigado.

—¿Quién? Todos los oráculos se convirtieron en adivinos de feria.

Atenea sonrió guardándose el secreto y escribió algo en una servilleta de papel.

—Se me hace tarde —comentó mientras echaba un vistazo a su reloj—. Te dejo su dirección. Visítale, sabrá aconsejarte.

Ares observó la hoja de papel y, extrañado, preguntó en voz alta mientras Atenea abandonaba el local.

—¿Dónde coño está Quintana de la Serena?

Extremadura, 1969 d.C.

Ares abrió la cortinilla del bar El Descanso y se encontró la misma atmósfera triste y deprimente que había sentido al atravesar en autobús la comarca extremeña. Había pocas personas, hombres de campo que miraban con suspicacia al forastero. Ares no sabía muy bien qué esperar. Miró en derredor, la barra, los lugareños y posó sus ojos en una mesa en la que estaban sentados tres hombre. Uno de ellos, orondo y canoso, le hizo un gesto para que se acercara.

—¡Querido amigo! Ven, siéntate, te estábamos esperando.

Ares se acercó a la mesa y estrecho la mano de los presentes.

—No recuerdo haber anunciado mi visita, me sorprende…

—Oh, discúlpame —comentó la risueña figura—, es la ventaja de conocer al dedillo el pasado y el porvenir. Siéntate con toda la confianza, hace tanto tiempo que no nos encontramos  que seguro que no me reconoces.

—Claro, ahora lo entiendo. Cronos… ¿qué hace usted aquí?

—Pues, ahora mismo, echando una partidita de cartas. Casiano se acaba de ir, por lo que necesito a alguien con quien hacer pareja. Me vienes de perlas.

—Ya, bueno, yo he venido…

—A pedir consejo y ayuda. Ya lo sé, conozco bien tus problemas. Por eso he organizado esta partida de tute.

—¿Tute?

—Ja ja ja, no te creas que es un juego adivinatorio de tarot. Ya sé que Atenea te prometió al mejor oráculo, seguramente con cierto sarcasmo, pero lo único que puedo ofrecerte es abrir la rendija de ciertas puertas.

—¿Qué hace el señor del tiempo en un sitio tan apartado como este? —le preguntó Ares mientras los otros jugadores le ofrecían un plato de aceitunas.

—Aunque no lo parezca, trabajar. Con el paso del tiempo, y nunca mejor dicho, necesitas otro ambiente donde desarrollar tu labor. Este es el mejor que jamás he encontrado. Aquí todos los días parecen iguales, como si nunca pasara tiempo por este lugar; por eso me encanta. Me he adaptado bien. Pero bueno, vamos a dejar de hablar de mí. Vamos a lo que nos interesa. A la partida.

El señor del tiempo cogió las cartas de la mesa y empezó a barajarlas. Con tranquilidad, fue repartiéndolas a entre los cuatro jugadores.

—También ayudó usted a Atenea con sus problemas.

—Es cierto y creo reconocer cuál es la causa. La frustración. Yo también pasé por lo mismo. En muchas ocasiones el flujo de la corriente temporal no era de mi gusto. Planeaba estrategias para cambiar la realidad pero siempre me topaba con dificultades. Canalizar los deseos de los humanos, sus ideas, su evolución, todo era problemático.

—Efectivamente. Han dejado a un lado la devoción y buscan su propio rumbo.

—Ese es el problema, querido Ares. Lo que tú deseas y lo que el resto desea. Tu poder y el poder de los otros. Al fin y al cabo nosotros sólo somos una pálida proyección de sus aspiraciones —comentó Cronos mientras acababa de repartir los naipes—. Coge las cartas, este juego es sencillo. Cuatro palos. En orden de valor: el As, el Tres, las figuras y el resto. Se sigue el palo de la carta que abre cada baza y los del palo de la carta que acabo de mostrar prevalecen sobre las demás. Y debes ayudar a sumar puntos junto a tu pareja. Más o menos, a grandes rasgos, así se juega. Tú observa. Mientras jugamos podemos hablar. Ramón y Candil están a lo suyo y no se van a meter en nuestra conversación. Hala, empecemos.

Ramón empezó echando un cuatro de copas sobre el tapete y Ares se confundió y perdió un tres en la primera jugada.

—No pasa nada. Ya le irás pillando el aire. Dime, ¿por qué el dios de la guerra se encuentra tan abatido? Ah, te recuerdo que si hacemos baza y tienes una pareja de rey y caballo de un mismo palo, por favor, los enseñes.

—Es la frustración por lo que hemos perdido. Nuestro fue el Olimpo y el gobierno de la humanidad civilizada. Les ofrecimos sabiduría y una pizca de nuestro poder y ellos nos abandonaron. Y no es justo. Me he sentido derrotado en todos los intentos por volver a prevalecer.

—No puedes sentirte como un perdedor. Debes asumir que es difícil comprender a los hombres. Promulgan leyes que ellos mismos violan, levantan grandes monumentos para volarlos por los aires. En definitiva, crean dioses para luego hacer caricaturas de ellos. Los tiempos han cambiado. Yo mismo he cambiado. Ya no somos una inspiración para ellos.

—Por eso quiero algo nuevo, un nuevo rumbo. Ya sea para la humanidad o para mí.

—Bueno, despacio, de momento recoge las cartas y dáselas a Ramón. No hemos hecho ni una baza en esta mano y me toca invitar a una ronda —Cronos volvió la cabeza y se dirigió a la barra—. Pepa, echa un poco de tinto en esto vasos. No es néctar de hadas, pero es un vino con el que puedes perder el sentío.

Ramón, el alguacil del pueblo, repartió la baraja. Cronos observó las cartas y se aclaró la garganta.

—Espero que me ganes alguna baza en esta partida y dejes de regalarles puntos, o me va a tocar comprar una garrafa de vino. Voy a intentar ayudarte. Contándote algunos secretos principalmente. Verás, en esa época en la que tuve esa misma crisis de identidad que hemos sufrido todos los dioses, estuve muy cerca de mandarlo todo a freír espárragos. Pero recibí una visita. Una presencia extraña, desconocida, a la que no sabía ubicar, pero que parecía serena y confiada. Se presentó como un emisario de unas entidades que no querían mostrarse ni exhibirse pero que querían transmitirme su preocupación por mi deriva personal. Deseaban, en definitiva, tener un encuentro conmigo. En mi arrogancia me tentó la idea de rechazar su proposición pero en ese emisario percibí un aura confiada y segura que me hizo interesarme.

»Bueno, ya sabes cómo funcionamos las deidades: tomamos la apariencia o personificación más teatral para causar la mayor conmoción posible en nuestro adversario o adorador. Pues ellos me citaron en Manhattan, en la planta más elevada de uno de sus rascacielos más emblemáticos. Y esperé pacientemente a que una secretaria me diese turno para entrar en un gran despacho. Y allí, en ese nuevo Olimpo de metacrilato y cemento, conocí a los otros dioses. Los que nunca fueron, son  ni serán. Porque no quieren serlo. Allí, sentados en una amplísima mesa de roble barnizado, con aspecto de tiburones corporativos, me mostraron todo su poder. Bueno, eso de “tiburones corporativos” es una expresión de dentro de unos veinte años, pero te puedes hacer una idea. Tranquilo, no significa que dominen las finanzas ni que tengan el control de todos los gobiernos. Ellos personifican el auténtico poder. Me explico. Tienen el control de todas las situaciones que no podemos percibir, ni medir, ni conocer. Manejan precisamente aquellas áreas de poder que el resto no creíamos que significaran algo.

»Fueron tremendamente amables y persuasivos. Me explicaron que estaban preocupados por mi situación y que querían colaborar conmigo. Porque ellos me necesitaban y nosotros les necesitábamos a ellos. Y en esa charla los fui conociendo. Conocí al dios de los descuidos, el que provoca que algo se olvide y pueda desencadenar una cadena de acontecimientos afortunados o catastróficos. Al dios de la apatía, un joven ojeroso y algo reservado que puede lograr que el estudiante más brillante de una universidad se convierta en el más zoquete de su clase en apenas unos días. El dios de las casualidades, aquel que en una miríada de probabilidades elige la opción más improbable. También a alguien muy interesante y curioso, quizá el que en aspecto desentonaba más del resto: la diosa de la mediocridad, alguien cuyo poder rivalizaría con el de Eros, Afrodita o las musas.

—¿Cómo es posible? —preguntó Ares con cierto asombro.

—Muy sencillo. Ella inspira la vulgaridad, el mal gusto y la pretenciosidad. Comparativamente, con lo que ella inspira, cualquier otra creación puede ser una obra de arte. Versos vacíos, esculturas chapuceras, textos vagos y pedantes son considerados refinados al lado de lo que es creado bajo su influjo. Al fin y al cabo, el Arte es una cuestión de percepción. Nunca has leído un libro de Dan Brown, ¿no?

—Mmmh, no conozco ese nombre…

—Cierto, cierto, confundo periodos y épocas, es lo malo de conocer todo el tiempo a la vez. Tranquilo, el tipo todavía debe ir al colegio en estos años. A veces creo que tengo Alzheimer. No, calla, espera, tampoco me preguntes por este —trató Cronos de interrumpir a su interlocutor—. Ah, muy bien arrastrado en esta mano, treinta puntos que hemos ganado en esta baza. Bien, ¿por dónde iba? Esos dioses, o personificaciones, o como quieran que prefieran denominarse, eran apenas una pequeña representación. Son innumerables, antiguos y poderosos. El dios de la demencia puede trastornar a un pobre hombre, pero ese hombre, si lidera a un país, puede llevarlo al holocausto. Los dioses de la monotonía e inercia son hermanos y se reparten sus funciones, controlan los mecanismos precisos para que una vida sea ordenada y plana en casi toda su existencia. El dios de los caprichos me pareció un tipo simpático y chistoso pero también puede ser un formidable adversario. El dios de la indecisión tardó un buen rato en tomar la palabra pero percibí ciertas virtudes en su labor, quizá era el más diplomático de todos. Pero quizá el que más impresión y admiración me produjo fue el dios del desgaste. Él y yo somos facetas de un mismo plano. Él corroe y erosiona la vida con una sutileza que abruma por su precisión. Mi respeto más absoluto, sólo puedo decir eso.

—¿Tanta impresión le produjo ese panteón de dioses?

—Efectivamente, Ares —contestó Cronos mientras le acercaba las cartas—. Te toca repartir. Es su secretismo lo que los hace poderosos. Funcionan como una junta de accionistas, más o menos, aunque no estés familiarizado con estos términos, tienen un propósito común, principalmente consolidar el poder de su empresa. Mantenerse opacos, inaccesibles. Me respetan porque soy el responsable del tiempo y el espacio, sin mí no existiría nada. Para ellos, el resto de los antiguos dioses como tú son secundarios, superfluos. Individualmente, ellos tampoco son poderosos, pero si complementan sus funciones, su alcance es sublime. Los dioses de la apatía y el capricho fueron los responsables de que en este planeta el único mamífero alado sea un puñetero roedor. O de que los dioses de la casualidad y del descuido se aliaran para que la existencia de tu hija Ganthea fuera eliminada de la memoria, de los papiros, de los libros y de los relatos mitológicos. Quizá aconteció que cierto texto se le olvidará transcribirlo a un poeta, o que un extraño incendio hiciera arder antiguos libros… Una serie de acontecimientos que han hecho que Ganthea haya desaparecido de la mitología clásica. La última hija del mismísimo dios de la guerra.

—No es posible… —apenas balbució Ares.

—Es auténtico. Pueden lograr eso y mucho más con completa naturalidad. Aunque lo gracioso es que el dios de los caprichos debió inspirar hace poco una entrada de Ganthea en la Wikipedia que permaneció unas horas…

—¿Dónde está esa wikiqué?

—Oh, perdona, otro descuido, también es de otra época que aún no ha sucedido.

—Mi hija Ganthea —comentó Ares pensativo—, es cierto, hace siglos que no sabía de ella. Ciertamente, si pueden borrar el recuerdo de mi vástago, son unos poderes a tener en cuenta. Por encima nuestro sólo  estaba…

—Olvídate de jerarquías y pulsos por gobernar a la humanidad. Esos dioses desconocidos no quieren la supremacía de nada ni el liderazgo sobre nadie. Nos respetan, pero no conocen ni el miedo ni la avaricia. Tiene su función y la cumplen. Lo único que desean es que el tiempo, el espacio, la vida y la existencia no se trastoquen. De hecho, no tenemos nada que temer de ellos. Yo creo que principalmente son los dioses de las pequeñas cosas. Algo influyen cuando escuchas tu canción favorita en un restaurante en el mismo momento en que recordabas a un familiar fallecido. O cuando tienes un choque tonto con el coche y conoces a la mujer que creías que nunca ibas a encontrar, y con la que pasarás el resto de tu vida. O, sin más, se divierten haciendo llegar el autobús cuando te acabas de encender un pitillo. Lo que quieren de nosotros es precisamente lo que estamos haciendo ahora. Que el juego continúe. Que las cartas se sigan repartiendo. Que cada uno asuma su parte en el juego. Que alguien eche una carta y el resto sigamos el palo. Que tengas malas cartas pero pinten copas y te lleves la mejor baza con una puta sota. Que las cuarenta te las quiten por un puto descuido. Esto es así, como una partida de tute. A veces tienes rachas buenas y otras malas, pero por las malas no vas a dejar de ir al bar a tomarte unas cañas. Sigue con lo tuyo, Ares, seguro que encontrarás tu momento. Los tiempos van a cambiar, te lo digo yo.

Ares reflexionó unos segundos mientras observaba sus cartas.

—Sabias palabras, maestro Cronos. Quizá sea el momento de agachar la cabeza y reflexionar con humildad. Ha sido un placer volver a verle. Caballeros… —se empezó a levantar Ares despidiendo a sus compañeros de mesa.

—¿Te vas a ir ya? —solicitó a Ares mientras le sujetaba el antebrazo—. Estos dos mendrugos nos han dado dos palizas seguidas y aquí gana el mejor de diez. Venga, quédate ¿Es que tienes algo mejor que hacer esta tarde?

***

La mujer entró en el bar intentando mantener la compostura, pero seguía desentonando con su falda ajustada de tubo y sus tacones afilados en un local repleto de estudiantes ruidosos con banderas y pancartas. Mientras pasaba por la barra buscando un camarero e intentaba encenderse un cigarro, un brazo interrumpió su camino.

—Sigues teniendo malos hábitos, querida —le susurró Ares—, aun así te conservas estupenda.

—Vaya, el gran hombre —exclamó Atenea con cierta sorpresa—. Hacía décadas que no coincidíamos.

—Cierto, bares y tabernas parecen haberse convertido en nuestro lugar acostumbrado de encuentros. ¿Será Baco el que inspire estas afortunadas coincidencias?

—Muy gracioso. ¿Hablaste ya con el viejo Cronos? ¿Te ayudó a superar esa fase maníaco—depresiva que tuviste?

—Sí, me ayudó, ahora veo las cosas con una perspectiva más tranquila. Me he vuelto más paciente y reflexivo.

—Pues te tengo que confesar que a mí me ha tocado una racha mala. Tiempos convulsos estamos viviendo. No se respeta la ley, ni la autoridad, siglos de civilización y…

—…ya nada es como antes —interrumpió Ares—. No tienes que recordármelo. He aprendido a esperar a que las tornas cambien. Como sabes, hay poderes que juegan a su antojo en este caótico tablero. Pero todo esto ya lo conoces bien —añadió mientras se levantaba de la butaca—. Sigo adorando estar cerca del espectáculo. Tengo que irme, ¿tienes fuego?

Atenea abrió su bolso y sacó un mechero que tenía un grabado con el nombre de Constantinopla en rojo. Ella sonrió con picardía.

—Buen chiste. Este nombre ya no me sugiere ni buenos ni malos recuerdos. El traje chaqueta no te favorece, pero sigues estando preciosa. Cuídate.

Ares se empezó a alejar de la barra.

—¿No vas a devolverme el mechero? —pidió Atenea.

—No, creo que no. Tengo algunas cosas que hacer por aquí cerca y me va a hacer falta.  

Ares abrió la puerta del bar y se camufló entre la inmensa marea humana que recorría con voraz violencia las calles de la capital helena.

Atenas. Ayer, hoy y probablemente mañana.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Espectacular el planteamiento de este relato. Como fan supina que soy de la Historia y de la Mitología, me has dado donde más me gusta, y con creces. Sólo te pondré un «pero»: tienes que jugar mejor al tute. 🙂

  2. levast dice:

    Bufff, hace que no echo una partida de cartas de esas memorables la tira de tiempo.

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