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En este mismo instante, en alguna otra parte

por Relato finalista

Buenas, doctor.

Bien, gracias. Quiero decir, todo lo bien que puede estar alguien que se está muriendo.

Vamos, doctor, ambos sabemos que eso no es verdad. Por eso está aquí. Le han encargado una evaluación de mi estado físico y mental para ver si soy apto para ser trasladado a un hospital de seguridad. Soy un viejo asesino que se muere, y por algún motivo que se me escapa mi edad permite que ese gesto de generosidad estatal se considere compasivo.

Pero se lo voy a poner fácil, doctor: no quiero trasladarme, no quiero atención médica.

¿Por dónde empiezo? Tengo setenta y tres años, creo, y entré aquí con treinta y cuatro y una cadena perpetua. Y parece lógico: lo que hice fue lo bastante monstruoso como para que se considere que independientemente del tiempo que pase siga siendo una amenaza para la sociedad. Pero no nos engañemos. Usted es doctor en psicología y tiene un máster en criminología, ha estudiado la legalidad y sus implicaciones morales y éticas desde el punto de vista normativo, pragmático, cognitivo y filosófico. Así que, dejando a un lado la necesidad práctica de las leyes, coincidirá conmigo en que la mera existencia de las cárceles demuestra nuestro fracaso como especie. Hemos sido y somos incapaces de evitar el mal moral, y somos igualmente incapaces de subsanar sus consecuencias. Los castigos, las represalias, doctor, sólo tienen un valor disuasorio. Pero una vez se cruza la línea que traza la pena, no sirven de nada, se esfuman como fantasmas a la luz del día. ¿Puede devolver la vida a mi mujer y a mi hija? Tanto como las han resucitado las cuatro décadas que llevo aquí encerrado.

Por supuesto, tengo que pagar por lo que hice. Pero aun así, ¿no ve lo absurdo que es todo esto? Hace cuarenta años había un hombre sosteniendo un martillo ensangrentado, y un hombre hoy paga por el crimen que cometió alguien que ya no es él. La línea que une a aquella persona conmigo es tan tenue como la relación que tiene la semilla de tabaco con el cigarrillo que está pensando en fumarse cuando salga de aquí. Y esa es la contradicción, doctor: sufro una sentencia justa por mi acción que debo asumir, y a la vez no soy el individuo responsable de ella. Y por más vueltas que le demos, no hay solución.

He cambiado mucho durante mi reclusión. Hace treinta y cinco años todavía pensaba que podría escaparme de aquí, fugarme lo bastante lejos como para empezar una nueva vida. Hace treinta pensaba que revisarían mi caso, que alguna teoría psiquiátrica moderna me exoneraría demostrando que lo que hice estaba de alguna manera predeterminado. Hace veinticinco años pensaba que tal vez por algún hecho fortuito me llegaría un indulto excepcional. Hace veinte años dejé de pensar.

Los siguientes cinco años los pasé recluido en mí mismo, me convertí en mi propia celda portátil dentro de la otra celda. No se extrañe, en la cárcel no existe eso que llaman amistad. Los reclusos nos encontramos obligados a compartir un espacio y lo único que tenemos en común es que lo que nos ha traído aquí es todo aquello que es ruin y bajo en el ser humano. Por supuesto, como en todos los sistemas sociales  jerárquicos cerrados, se establecen alianzas. Pero hay algo que muere el primer día que pisas una cárcel: la confianza. Claro que los hay que dicen ser inocentes, pero a estas alturas nadie es inocente. Y si lo fuera, parece que el mundo no tiene demasiada consideración por tal circunstancia. Mi hija era inocente, apenas sabía andar, y eso no la protegió del politraumatismo craneal… En definitiva, ese lustro fue una especie de limbo en el que los años pasaban con la velocidad de una alucinación y cada día era en sí mismo una condena interminable.

Fue entonces cuando medité seriamente la posibilidad del suicidio. Pero resultó que tenía miedo a la muerte. Y ahí estaba, doblemente atrapado. Sí, lo sé. Sé que en mi expediente aparece registrado mi intento de suicidio, pero eso no ocurriría hasta algún tiempo después.

Supe que había tocado fondo en ese momento, hace quince años, por dos motivos. El primero fue que al charlar con otros convictos sólo podía contar anécdotas de mi vida carcelaria: había atravesado el punto de no retorno, y el mundo, la realidad fuera de la celda, no era más que lo que veía por la televisión, dos horas al día. El segundo fue que me sentí aún más solo cuando se acabaron los esporádicos abusos sexuales, cuando ese hecho hizo que se apoderase de mí una insoportable sensación de abandono. Dígame, doctor, ¿qué se discute en esos simposios a los que asiste sobre el grado de desesperación que hay que alcanzar para que se necesite el calor y el contacto de otro ser humano hasta el punto de aceptarlo en una expresión tan violenta y degradante?

Ya sólo me quedó la salida de recluirme en la biblioteca, porque nadie iba allí. E hice lo que no había hecho nunca: leí todo lo que encontré. Supongo que no disponer más que de tiempo te empuja a hacer cosas que no sospecharías de ti mismo. Así que devoré todo lo que encontré, literatura, filosofía, historia, ciencia… Platón decía que los hombres malos lo son por ignorancia, y que el conocimiento nos hace buenos. Eso sólo demuestra su profunda ingenuidad, pero es cierto que, de alguna manera, te cambia. Todas aquellas ideas, todos aquellos pensamientos, dudas, aspiraciones y esfuerzos de otros me obligaron a relativizar mi propia situación, a plantearme las alternativas a mis prejuicios, a mis ideas preconcebidas, a mis justificaciones. Aquello no me sirvió de mucho, por supuesto. Usted es afortunado, doctor: no puede imaginar lo triste que es descubrir una inquietud y no tener con quién compartirla. En fin, todo aquello me llevó a preguntarme, por primera vez y aunque resulte inconcebible, por qué hice lo que hice. Y estaba tan perplejo, tan avergonzado y frustrado, que seguí leyendo, intentando encontrar una explicación, alguna forma de redención.

Por supuesto, no la encontré. No hay nada que redima de golpear hasta la muerte a alguien a quien una vez, de una manera tal vez egoísta, mutilada y reducida, amaste. La sangre puede limpiarse, de una manera mucho más eficiente de lo que la gente cree, pero las manchas permanecen. Por ello hace diez años, en una crisis emocional, sí que logré abrirme las venas. Pero como el destino a veces tiene un sentido del humor bastante macabro, sobreviví, me permitió conservar el suficiente instinto de supervivencia como para pedir ayuda cuando lo que me rodeaba ya no era más que un borrón difuso y me había meado encima.

Así que seguí leyendo, con la difusa intención de encontrar algo que si bien no fuera la salvación, al menos me proporcionara la suficiente paz interior para poder aceptar mi muerte y no resistirme al final en mi siguiente intento. Y pasó mucho tiempo, hasta hace relativamente poco, sin que de una manera totalmente inesperada, tuviera una revelación.

No, no hay registrado un segundo intento de suicidio. No ha hecho falta, al final lo inevitable me ha alcanzado.

En aquel momento, mis vagabundeos intelectuales me llevaron a ese campo tan insondable que es la mecánica cuántica. Por supuesto, ni lejanamente soy capaz de comprender todo lo que he leído, pero sí soy capaz de asumir algunas de las premisas y de aceptar ciertas conclusiones, por mucho que parezcan oponerse diametralmente a mi propia experiencia.

¿Ha leído acerca de Hugh Everett? Yo lo hice hace cosa de unos ocho años. Era un físico que intentó solventar la paradoja de Schrödinger, y postuló que había una serie de mundos paralelos mutuamente inobservables pero coexistentes en los que el desdoblamiento de los posibles resultados de un hecho individual podían permitir que en uno de los múltiples mundos el gato estuviera vivo, y en otro muerto. Eso fue en 1957, diecinueve años después de que yo naciera, quince años antes de que matara a mi mujer y a mi hija recién nacida.

Lo sé, doctor, sé que suena a ciencia ficción, pero los trabajos de Schwarzschild y Kerr parecen apuntar a que, teóricamente, podría ser posible, que tal vez los agujeros negros son nexos de unión entre universos espejo.

Aquella idea me martilleaba la cabeza hasta el punto de que, lo admito, se convirtió en una obsesión. Imagínese, doctor, aceptamos de forma natural que elegir es renunciar, pero ¿y si no fuera así? ¿Y sí en cada punto significativo de nuestra vida la realidad se multiplicara dando lugar a una superposición de resultados independientes? ¿Y si, cada vez que escogemos, simultáneamente optamos por todas las posibilidades que se nos presentan, y cada rama a partir de ahí es una serie de ensayos cuyo conjunto agota todas las divergencias de nuestra existencia?

Cuando estas preguntas se me plantearon, sufrí una transformación.

En mis sueños, desde entonces, veo todo eso, doctor, puedo observar el devenir de esos muchos mundos. Me veo a mí mismo sosteniendo el martillo, oyendo los ruidos cotidianos del salón. Y a veces todo ocurre como ocurrió. Otras veces no las mato, pero algo sobreviene después y el resultado es el mismo. Pero eso es la menor de las veces. En muchas no es así. En otras el final es también triste, cargado de incomprensión y distancia, pero siguen vivas.

Y luego están la mayoría, aquellos sueños en que la divergencia conduce a resultados totalmente distintos. Simplemente, lo he visto. Así es, doctor: sé que ahora, en el multiverso, existen decenas, cientos de alternativas de mí mismo. En algún sitio, hay un yo mío que mira una puesta de sol en lugar de estas paredes de azulejos amarillentos, y no tiene una sonda clavada en la mano derecha. Otro yo mío que no está desesperado ríe y llora sin motivo aparente como tantos otros viejos medio seniles. En algún lado un yo mío se despierta esta mañana y camina solo por una playa, con la brisa del mar que nunca he visto acariciándole la cara. Otro yo mío ha escalado una montaña. Otro decide la hora a la que quiere cenar. Otro mira resignado cómo su gato le destroza el sofá, hunde los dedos en su denso pelaje y le parece la criatura más hermosa del mundo. Otro se detiene en mitad de la lectura trivial de un prospecto y con la mirada ausente piensa en la cantidad casi imposible de variables que han tenido que intervenir en contra de todo cálculo de probabilidad para que se haya creado un ser tan individual como es él mismo, e íntimamente se maravilla del milagro que es estar vivo. Otro piensa que en el esquema general de las cosas, el dolor que siente es sólo una ilusión, y que su ser es eterno. Hay uno que incluso acaricia un nieto.

Así que no quiero atención médica. He vivido mucho en sueños, y lo que usted me está ofreciendo no es vida; me está ofreciendo una serie indefinida de días adicionales de levantarme a una hora prefijada, desayunar, dar diecisiete vueltas al patio, refugiarme en la biblioteca entre revistas releídas, comer a una hora fija, dar diecisiete vueltas al patio, volver a la biblioteca, cenar, ver como las rejas se cierran con un sonido concluyente y esperar a la mañana siguiente.

Nada de lo que le he contado justifica lo que hice, por supuesto, pero me reconforta pensar que en este mismo instante, en alguna otra parte, hay una infinidad de versiones de mí mismo que han sido mucho mejores hombres de lo que he sido yo. Y quiero pensar, quiero creer, que al final eso sea verdad, y que cuente, y que el mal que he hecho sea pequeño en comparación con la plenitud de todos esos mundos posibles. No necesito más.

Y ahora, doctor, me gustaría descansar.

Buenas noches.

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Comentarios

  1. laquintaelementa dice:

    Un relato íntimo que rezuma los aromas de nuestros dioses y profetas :). Siempre tocando la fibra sensible, con gatos o nietos, o simplemente la maestría en el dibujar los deseos y los sueños en Georgia. (K)

  2. Sr. Jurado dice:

    ¿«tocando la fibra sensible»? He de reconocer que en éste la he estrujado al más puro chantaje emocional made in Spielberg… Iba a meter un cachorro de perrito de ojos llorosos, pero ya me parecía cargar un poco las tintas 😛

  3. Duncan Campbell Spirit dice:

    Te ha faltado comentar que el sujeto en cuestión era negro (o será que he visto a Morgan F. mirándome a los ojos mientras me susurraba su penosa existencia). Lo bueno y breve…. felicitaciones por mi parte.

  4. SonderK dice:

    magistral vuelta de tuerca, un personaje intimo y a la vez tan lejano, un final que deja un poso de autocomplaciencia y resignacion que me encanta.

  5. levast dice:

    Sobresaliente como siempre, conciso y solemne. Un monólogo que podría funcionar en casi cualquier género pero que le da más valor en este carcelario, jugando con las nociones de libertad y culpa. No sé si será sensiblero, pero sí le he visto una cierta influencia «fringe» en cuanto al tema de las realidades alternativas, jejeje.

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