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Hambre

por Relato finalista

Qué cansancio.

No es cansancio, son unos pedruscos que tienes metidos en el cuello, en los hombros, en los riñones. Es una tabla llena de calambres que se te ha incrustado en la espalda. Y para mover un solo músculo necesitas recorrer desde el principio todo ese peso dolorido.

Qué cansancio.

Y lo peor de este cansancio es que no puedo descansar por las noches porque se me duermen los brazos y las piernas y me despierto justo antes de estar dormido, qué rabia, qué le pasará a mi cuerpo para hacerme esto. Mi cuerpo grita de repente: «¡Sal del sueño, que te quedas sin brazos y sin manos, y sin piernas, que se te duermen y se te mueren!». Y otra vuelta, a ver si con otra vuelta conseguimos, mi cuerpo y yo, lo que en la vuelta anterior no hemos conseguido.

Se me hace la noche una eternidad, si logro calmarme los brazos la cabeza se me pone a bullir, estoy deseando que venga el sol, que cante el gallo, que un rayo de luz se pose de nuevo sobre la tierra. Para levantarme con todo mi cansancio, pero por lo menos a salvo de no poder descansar. Estoy agotado, rendido recién empezado el día.

Estoy desquiciado.

Desayuno y me dispongo a pensar en ponerme a trabajar. El desayuno es maravilloso, un café con leche calentito, una rebanada de pan con aceite y un momento de paz conmigo mismo y el mundo. El mundo… esa cosa que se revuelve en la televisión sin más sentido que espabilarme. Esos ruidos de la pantalla repleta de los mismos políticos repetidos mil veces en sus mentiras, de las mismas antiguas maldades y las mismas desgracias. No deberían figurar tanto en los carteles ni darse tanta importancia, los que cobran por hacer su trabajo, como todos. Ni deberíamos tener que ver tantas desgracias y maldades que les cunden a unos cuantos peores que los lobos si no fuéramos tantos tan borregos. Qué rabia, qué le pasará al mundo para hacerse esto. Qué nos pasa, que siendo los que esquilamos, somos más tontos que las ovejas. Los ruidos de la pantalla te acaban enredando en cuestiones, pero hacen compañía y ayudan al despertar. Hace calor en verano, informan, ayer un linier se tropezó con el banderín del córner, informan, otra muerte, informan. Y a estoy informado, ya estoy a salvo de la ignorancia. Para mí esto es importante, porque yo soy muy inculto.

Me voy a trabajar. Sin ganas, sin ilusión, bajando la cabeza para que la inercia de todos los pedruscos que llevo dentro de ella me empuje hacia adelante. Lo que cuesta arrancarle a tu trabajo un céntimo, lo que cuesta luchar contra tantas dificultades para poder hacer tu trabajo. Ya es bastante duro el mundo cuando tienes las manos y la frente sudando. Ya es bastante duro el mundo para que a ese céntimo le cuestionen su valor los que nadan en billetes. Pero el mundo es insoportable cuando tu esfuerzo, tus sueños y tu cansancio no valen nada. Cuando tu trabajo ya ni vale lo que cuesta porque ni siquiera hay trabajo. Cuando no hay nada.

Nada. Las manos heridas y vacías. Y la frente sudando. Y piensas: «¿Qué te queda ya?, ¿regalar tu vida para que otros vivan regalados?». Qué te queda si la opción que te queda es que te devoren el tiempo y las costillas por un mísero céntimo, o devorártelo tú mismo de tanto darle vueltas a tus propios dientes. Y ves que a tus hijos les va faltando.

Y que les va a faltar. Tú no te importas, te importan tus hijos. Y a todo ese futuro por el que hemos luchado tanto se asoma el hambre y la necesidad. Para algunos, que para otros se asoma más riqueza todavía.

Estoy desquiciado.

Y entonces lo veo pasar, a ése, con su Mercedes y su escolta municipal, sus policías, su secretaria, lo nunca visto en estos caminos, levantando el polvo. Familia suya todos, como todos los del ayuntamiento, y amigos suyos, y los del partido. Familia suya todos, menos la secretaria, claro.

El del Mercedes, que nos dice que nos tenemos que apretar, que no hay más remedio que sufrir. Ese que fue conmigo a la escuela y que se sabía mi nombre. Y que sabía y tenía lo mismo que yo cuando se metió en el partido mientras yo pedía el crédito para el tractor. Al que yo voté por ser amigo mío y porque me sabía su nombre, y porque el pueblo prosperaría en sus manos, según decían sus palabras. Sentí una especie de emoción, de que era importante echar el papelito en la urna, de que yo era responsable de que las cosas mejorasen con el papelito. Me emocionaba.

Y que para todos era el dinero de todos, de nuestros impuestos, de nuestro esfuerzo, de nuestro no dormir, de nuestra vida. Y para mí también, por supuesto, por no decir «nos ha jodido» que no me gustan las palabrotas. Pero tampoco me gustan las palabritas. Las cosas claras y de frente.

Ese, el del Mercedes, el que entró con el Mercedes en los tribunales y salió con el Mercedes de los tribunales como el que se va a dar un paseo por la plaza de Castilla para pasar el rato. Qué bonito Madrid, estuvimos una vez.

Y que ahora tiene lo que yo no podré tener en veinte vidas que viva, ni con lo que me dé un tractor ganado a pulso al cielo y la tierra, ni con cien créditos que pida. Seguro que se lo ha ganado trabajando, no hay más que verlo, señor juez, igual que yo. Así es la ley, está claro, es nuestro derecho, la mayoría votamos para que una minoría haga leyes que sólo tengamos que cumplir la mayoría. Porque el dinero sigue teniendo su propia ley como cuando los romanos. No hay más que verlo, señor juez, mire usted cuánto puede dar de sí el sueldo de un alcalde, ahí lo tiene. Así es la ley.

Pero yo no tengo agua para regar los tomates y los pimientos, porque no puedo pagarla. Porque a mí los tomates y los pimientos me los compran los que compran todo a precio por debajo de tu beneficio, pero por encima del suyo porque venden tomates y pimientos y otras miles de cosas de las que sacan otra renta, y como lo compran todo no se los puedes vender a nadie más. Ya no hay nadie más; en China sí, aquí no. Y el mercadillo municipal de los miércoles no me da para pagar los impuestos, ese dinero que todos ponemos para todos.

Y este gran señor del Mercedes, el de que nos tenemos que apretar, el que ha aprendido a manejar las palabritas, aunque siga siendo un paleto como yo, que yo por lo menos lo reconozco, diciendo no sé qué de una gestión más eficiente y no sé qué de que hay que mejorar las infraestructuras y no sé qué de una inversión importante que redundará en puestos de trabajo para la comarca y no sé qué de unos chalets y un complejo hotelero con campo de golf y no sé qué de una constructora y no sé qué de una concesión del agua a una empresa privada. Y me quitan el agua que he tenido siempre en este campo mío y la que me dejan me la cobran a un precio que entre lo que me pagan los unos y lo que me cobran los otros yo no puedo pagar. Y mis verduras, en estos tiempos que corren, esperando una boca que se las coma pudriéndose en la rama y yo, con calambres en los pedruscos, pensando dónde está la solución, si en vender el tractor como chatarra para ir tirando o montarme un imperio en internet con los restos de lo que se pudra… no sé qué hacer. Soy una persona honrada y trabajadora, que sabe cultivar el campo, no se me puede culpar de no saber ser un genio de las finanzas modernas.

He pedido ayuda, y no hay dinero para ayuda, al contrario, te vamos a tener que subir más los impuestos… entonces, si no hay dinero para ayudamos ¿para qué sirve nuestro dinero? ¿Para qué nos sirve? O a lo mejor la pregunta es ¿a quién le sirve?

Y me paso removiendo la realidad con el café cada amanecer con la mirada perdida en una pantalla. Y cada amanecer, uno por uno, van ya para cinco años.

Cinco años dándole vueltas al café, mientras tú pasas con el Mercedes haciendo así con la mano, como el Papa. Cinco años queriendo creer que cuando las cosas van mal todos vamos a empujar para el mismo lado. Cinco años creyendo que esta ruina y esta lucha eran para todos y tú con el Mercedes, y tus hijos con el Audi y el BMW. Toda una vida para tener mis cuatro cosas, bien ganadas, amigo, para que me pongas a la policía en la puerta para que me pongan en la calle para darle lo mío a los que viven en las mansiones. Para los que tienen asegurado su sueldo mañana mientras yo esta noche le doy mil vueltas a los recibos. El del Mercedes, qué bien te va la vida estando todo tan mal… Que no tengo nada contra el Mercedes, a mí también me gustaría tener uno, nos ha jodido, que los hay que se lo han ganado honradamente. Pero éste no, éste se lo ha sacado de nuestras costillas, no de las suyas, aprovechándose de nuestro esfuerzo, no del suyo.

No estoy furioso. Estoy desquiciado y triste.

Echo de menos a mi mujer y a mis dos hijas, mis cielos y mis tierras, las he mandado sin su permiso, con un genio que nunca he tenido, con una excusa de soledad de un par de días que necesito para un cierto negocio que quizá y tal, con una mirada que mi mujer me mira y no se cree, porque me conoce, pero que me ha consentido porque me quiere y sabe que la quiero, y porque no se imagina lo que voy a hacer. No se lo imagina, ni siquiera yo me lo puedo imaginar. Sabe que no es cosa de otras mujeres, porque las mujeres cuando te miran, te ven. Las he mandado a Candeleda, a casa de su hermana. A Candeleda… si no fuera para llorar, sería de risa. Tienen su trajín con el agua los de Cande leda también, qué les pasa a los de Ávila. Qué nos pasa en España para hacernos esto.

Llegué borracho y solté el discurso definitivo de lo hablado y ya hablado estaba y punto, y será cosa del alcohol y el mal vino, pero punto. Mañana por la mañana un beso y adiós y el lunes prometo que vamos a celebrar algo importante. Y ya. Y mi mujer me miraba como con un ojalá en su tristeza. La casa embargada, las tierras embargadas, la cosecha perdida, el crédito cerrado, el banco llamando a la nevera, la luz echando chispas… «a ver si lo que sea que estás tramando nos sirve para no tenernos que mudar al tractor», sonrió. «Pero no te vuelvas loco», me dijo sin soltar palabra, mirándome, «no te vuelvas loco»…

No me voy a volver loco, tranquila, porque ya lo estoy.

Y esa noche no se me durmieron los brazos ni las piernas, aunque no durmiera. Y por la mañana tuve tres besos, haciéndome el dormido, que no volveré a tener y que valen una vida entera. Y por su vida hago esto, a costa de la mía y con toda la fuerza de la mía. Eso lo más importante, es lo único que entiendo. Las oí marchar. Quise llorar, pero no. Y o, es curioso, soy un ignorante, pero cuando hablo conmigo mismo no hablo en ignorante. Al revés, me parece que me expreso muy bien, que me entiendo. No lo podría poner en un papel así, pero yo me escucho así. Me da la sensación de que soy muy poético pensando. Me hubiera gustado aprender más a saber decir lo que siento y lo que pienso, hubiera sido bonito.

Cogí la escopeta de mi padre, le metí dos cartuchos… eso fue el viernes. Hoy ya debe de ser lunes, creo, o martes, no lo sé.

Estaba desquiciado, como si tuviera un pulpo en el corazón, cogí la escopeta esa mañana, la guardé bajo la pelliza, un par de rollos de cinta de embalar en los bolsillos y me fui al ayuntamiento. Le metí dos cartuchos y no cogí más, no me hacían falta.

El de que nos tenemos que apretar… pues nos vamos a apretar. El de que tenemos que sufrir… pues vamos a sufrir. El de que lo siento mucho, pues lo vas a sentir. Pero en tus propias carnes, nunca mejor dicho.

Ya no tengo más besos de mis niñas y eso me duele como si se me durmiera la vida en las manos, pero ya no me importa este mundo donde para poder vivir tienes que dejar de lado todo lo que de verdad te importa. No sé si hago bien o mal, a mi cabeza eso también ha dejado de importarle.

Me tomé un carajillo, quemado, en donde el Litri, en la plaza, que es lo más bueno que ha pasado por mi alma en cinco años, descontando a mis tres amores.

Me llegué al ayuntamiento, me conocen todos. «Quiero ver al alcalde», dije. «Sube y habla con su secretaria», me dicen. Subo. «El señor Alcalde está ocupado con el señor. Tello», dice. «No importa», digo, «me conocen los dos…». «No, no, ¡espere!». Entré. No me acuerdo bien de las conversaciones, creo que las tengo idealizadas, algo así.

—Melchor, ya te estás largando —le dije al Tello—. Déjame a solas con el alcalde que tengo que hablar con él.

—¡Coño, Paco! ¡Vaya maneras de entrar, joder!

—Hazme el favor de irte, anda.

El alcalde se lo tomó a buenas, mientras escondía unos planos que estaban sobre la mesa.

—Pero, Paco, ¿dónde vas con la pelliza con el calor que hace, hombre?

—Melchor, vete —le dije al Tello.

—¿Se puede saber qué te pasa? —me dijo él.

Y saqué la escopeta de debajo de la pelliza. Se quedaron blancos. La secretaria, que miraba desde el umbral, salió corriendo.

—¿Qué vas a hacer? ¡Paco, qué vas a hacer! —me dijo el Tello.

—Melchor, sal por esa puerta y es la última vez que te lo digo, ¿me entiendes? —le dije.

—Ya me voy… ¡pero, Paco!

—Cierra la puerta al salir. Y por cierto, le dices a esos dos chulitos que están en el bar esperando a éste que mejor que no se hagan los héroes, que se esperen a la Guardia Civil. Porque como alguien cruce esa puerta, lo mato. ¿Me has entendido? Lo dices.

—Sí… me voy, Paco, me voy …

Me acerqué al alcalde.

—Hola Pepe, dame la llave de esa puerta, que la vamos a cerrar.

—La tiene la secretaria, Paco, joder…

Amartillé los dos percutores.

—No estoy para juegos, Pepe, dame la llave.

—Creo… creo que está en el cajón.

Cerré la puerta.

—Hola, Pepe, ¿cómo te va la vida? Coge esa silla y siéntate ahí, lejos de la ventana.

—¿Qué pretendes, Paco? ¿Qué quieres?

—No has tenido tiempo en cinco años para escucharme, así de pasada en la iglesia. «Ya hablaremos », me decías. Pero no me has recibido, ni me has contestado al teléfono, Pepe, o a lo mejor es que no te lo ha dicho tu secretaria. Pues ahora me vas a escuchar, señor alcalde.

Cogí otra silla y me senté enfrente.

—¿Que qué quiero? Te lo voy a explicar, lo que quiero: tú me has quitado el agua y yo te la quito a ti. Y con el agua me has quitado la comida, y yo te la quito a ti. Ahora vas a sentir lo mismo que yo. Nos vamos a quedar aquí, sentaditos, hasta que uno de los dos se muera de hambre.

—¿Qué estás diciendo, Paco? ¿Qué coño dices? ¿Qué dices del agua, estás loco?

—Que sí, Pepe, que sí, que yo estoy loco; pero tú te lo haces. Hay que modernizar el pueblo, señor alcalde, pero no a costa de matar al pueblo. Y lo matas, con las deudas que nos dejas para los próximos cien años, mientras que trapicheas para que tú y los tuyos viváis durante esos cien años como reyes. Y yo voy a pasar hambre, pero tú la vas a pasar conmigo, te lo aseguro.

—Paco, joder, vamos a hablar, llegar a un acuerdo, podemos negociar…

—¿Ahora quieres negociar? ¡Vaya, vaya con el del Mercedes, ahora quiere negociar! Ahora que te va la vida en ello, pero cuando nos ha ido la vida a los demás no te has sentado a negociar, has hecho lo que te ha salido de los cojones.

Lo até con la cinta a la silla.

—No hay nada que negociar, te quedas ahí sentado mientras yo tapo lo del aire acondicionado, por si nos echan un gas como los rusos. Mira, qué bien me vienen estos planos…

Lo desaté.

—Aquí los dos sentados, sin moverse, hasta que uno de los dos se muera de hambre. O de sed, los dos juntos, en lo mismo. Y nos vamos a cagar y a mear encima, que por una vez nuestra mierda nos salpique a nosotros mismos. Eso sí, no hagas tonterías, Pepe, porque no voy a tener reparos en volarte la cabeza. Aquí, a pasar hambre conmigo y quietecito.

—Joder, Paco, joder…

—No te quejes, si tú ganas pase lo que pase. Si te mueres tú, yo voy a la cárcel. Y si me muero yo, vas a ser un héroe nacional. Además llevas ventaja, estás más gordo.

—¡Piensa en tu mujer, en tus hijas!

—Por ellas lo hago. Porque pegándote un tiro a ti o pegándomelo yo no voy a cambiar nada. Pero de esta forma voy a cambiar algo, no creo que en el mundo, pero sí aquí y ahora entre tú y yo. Con eso me vale. Estoy desquiciado, alcalde, estoy harto, me conformo con que tú pases por lo que yo estoy pasando. Ya está bien de que siempre nos tengamos que joder los demás. Saldrán adelante. Las mujeres siempre salen adelante.

Se tapó la cara con las manos.

—No te entiendo. Te arruinas la vida.

—Ya la tengo arruinada. Si la justicia fuera justa, no estaríamos aquí.

Y aquí estamos. Ya llevamos… no sé, tres días o más. No he dormido. El alcalde no sé si está vivo o muerto, y yo no sé si tampoco. He hablado con un periodista, le he explicado lo de la puerta, si la abren, y con nadie más, aunque han querido hablar negociadores y gente así. No se negocia el hambre, a pasar hambre tocan. Éste al principio hablaba mucho y eso, pero ya se dio cuenta de que esto iba en serio. No sé cuántas fuerzas me quedan, si es que me queda alguna. Lo mismo entran de golpe ahora y no tengo fuerza ni para apretar el gatillo, puede ser. Hay meadas, cagadas, vómitos… un olor horrible. El cuerpo se deshace.

Pues aquí estamos juntos pasando hambre y sed, tú y yo, alcalde. La sed es peor, ¿verdad? De lo que se entera uno cuando le toca vivir las desgracias en primera persona.

No sé cuánto durará esto. No mucho.

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Comentarios

  1. levast dice:

    Jo, pedazo monólogo, hipnótico y sofocante, el final sobrecoge.

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