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Mañana no quedará nada

por Relato ganador

Atardece. Recuerda cuando las calles y los edificios vibraban con el alumbrado eléctrico, cuando aún se podía viajar en avión y la vuelta a casa a veces consistía en sobrevolar un paisaje de noche enjoyada de luces doradas. De eso han pasado cinco largos años.

El pasillo por el que avanza permanece mal iluminado por unas escasas velas y los barriles en los que se quema basura. Frente a una puerta varios hombres armados con martillos, cuchillos y palanquetas hacen guardia, hombres duros que han sufrido para seguir con vida. Aun así no entran.

Desde que el Centro es el Centro la seguridad está mejor estructurada. El Centro es donde viven, unos cuantos centenares de supervivientes lograron limpiar una parte de la ciudad, registrando cada rincón para acabar con todo muerto viviente. Las zonas seguras se cerraron tapiando las calles. El Centro se ha ido expandiendo acumulando círculos concéntricos, como una ciudad amurallada neomedieval de sucesivos pólderes ganados a un mar cadavérico. En su interior ha ido germinando una nueva organización social. Y él pertenece al cuerpo de seguridad.

Cualquiera de los hombres que lo miran con un aire circunspecto podría acabar con el cadáver que presumiblemente hay dentro del apartamento. Pero en el Centro no se corre el riesgo innecesario de perder a un médico o un mecánico, o a cualquier otro individuo valioso para el grupo. Héctor y su compañero, Sánchez, son conscientes de ello. Antes del colapso de la sociedad Héctor era programador de software de seguridad para una empresa de antivirus, lo que en las actuales circunstancias lo habría convertido en un inútil total de no haber sido por los años dedicados a las artes marciales. Por eso es miembro del cuerpo de seguridad. Por eso se dirige hacia la puerta ataviado con un mono de motorista completo, casco incluido. Desearía tener un traje de antidisturbios, pero hace ya muchos años, antes incluso de llegar al Centro, que no ha dado con una comisaría que no hubiera sido saqueada.

Él y Sánchez hacen un somero gesto de asentimiento. Uno de los hombres gira la llave y abre la puerta. En cuanto los dos entran ésta se cierra y oyen esa misma llave girando de nuevo: es el protocolo, todas las puertas tienen las llaves por fuera para facilitar el acceso y el bloqueo. La intimidad es una de tantas cosas que se han sacrificado en favor de la conservación.

Aferra con fuerza el martillo antes de avanzar. Se trata de un arma personalizada: ha limado la cabeza hasta darle la forma de un tetraedro, un pico específicamente pensado para fracturar el cráneo a la altura del lóbulo frontal, para provocar la mayor cantidad de daño posible en la corteza motora y colapsar así de manera más eficiente el sistema piramidal cerebral, destruir toda capacidad del objetivo para moverse. Es la única forma de acabar con un muerto viviente.

No lo ve venir. Al pasar junto a la puerta de la cocina se le echa encima emitiendo una sílaba inarticulada, un gemido prolongado de ansiedad y confusión. El peso muerto cae sobre él, se golpean con el marco de la puerta y el martillo se escapa de su mano. Rueda por el suelo entrelazado con el cadáver. Lo tiene encima, ve los dientes resbalando sobre la visera del casco. Consigue apoyarse lo suficiente para recuperar algo de equilibrio, se desembaraza del cuerpo y se coloca a su espalda, pasa los brazos bajo las axilas del muerto, entrelaza los dedos tras su nuca y lo inmoviliza.

—¡Dale!

Sánchez reacciona. Coloca el cortafrío en la cabeza del muerto y lo golpea con su propio martillo. Es como una descarga de corriente: el cuerpo por un segundo se queda rígido y luego se derrumba como un saco de escombros. Se hace un silencio roto sólo por sus pesadas respiraciones, atenuadas por los cascos.

—En mis tiempos los clientes no eran tan difíciles.

Sánchez siempre hace esa broma. Antes era ayudante de forense, y tal vez eso es lo que define ese sentido del humor macabro. Parece alguien más afín a los muertos, un inadaptado social que tal vez ha encontrado por fin su espacio.

Héctor recupera su arma. Ambos miran el cuerpo en el suelo y notan cómo el flujo de adrenalina remite. Hasta que oyen otro gemido prolongado que proviene del interior del apartamento.

Es como una palabra germinal no enunciada, como fonemas inconexos emitidos por un sordomudo, el lamento sostenido de una criatura sin la capacidad de comprender lo que ocurre a su alrededor. Ese lamento lo llena todo a medida que avanzan por el pasillo y llegan al salón. Es como el ruido de un retrasado que sollozara el que nace del cuerpo que encuentran en la habitación. Es una mujer, atada boca abajo a la mesa. Sus piernas están en un rincón, descartadas, junto a una sierra para metales. Hace esfuerzos por liberarse, y mira a la ventana por la que la luz de la luna comienza a filtrarse, como si allí hubiese alguna respuesta. No hay sangre, porque los cadáveres no sangran.

A pesar de todo lo que ha visto, Héctor nota una arcada. Aprieta los dientes y se traga la bilis. Rodea la mesa y la agarra del pelo, echa atrás su cabeza y busca algún destello de reconocimiento en sus ojos, uno que sabe que no va a encontrar. Descarga un golpe de compasión en su frente, respondido sólo por el crujido del hueso y un silencio.

—¿Pero qué coño…?

Héctor levanta una mano para que Sánchez se calle, le hace un gesto para que revise el resto de las habitaciones. Mira a su alrededor, buscando una mochila o bolsa de deporte. La encuentra en una estantería.

Todos en el Centro llevan la cabeza rapada. Todos en el Centro tienen en algún lugar de la casa una bolsa preparada con lo mínimo que desean conservar en caso de una huída de emergencia. Deja la bolsa en el suelo y la abre. Está llena de billetes, su dueño los atesoraba para un incierto futuro en el que volviesen a tener valor legal, como si no hubiera podido aceptar que son vestigios de una información perdida. Pero lo más importante, junto a los billetes está el diario. Casi todo el mundo tiene un diario, de forma inconsciente todo individuo intenta hacer acopio de sus conocimientos ahora que las lagunas del saber humano son inabarcables. Héctor siente vértigo ante todo lo que se ha perdido.

Se guarda el diario dentro de la cazadora de motorista. Se pregunta cuándo empezará él a escribir uno. Hasta hace una semana no lo necesitaba. Hasta hace una semana le contaba todo lo que recordaba de cómo era el mundo a Sara. Hasta hace una semana Sara, su hija, estaba viva. Había sobrevivido a su lado esos cinco largos años de huída constante, se habían enfrentado juntos al horror que los rodeaba. Y cuando habían llegado hacía un año al Centro, por primera vez en mucho tiempo había pensado que de verdad le había proporcionado una seguridad relativa. Era una niña lista, mucho más valiente y equilibrada de lo que cree que es él mismo. Pero no dejaba de ser una niña.

Una tarde había salido a jugar con los escasos críos que hay en el Centro, y se habían encontrado un gato, sucio y famélico. Sara había querido llevarlo a casa y cuidarlo. Había perseguido al gato hasta una boca de Metro. Las bocas de Metro estaban todas clausuradas, son un infierno de kilómetros de túneles en los que un número incalculable de cadáveres vagan, una segunda ciudad muerta bajo el Centro. Muchas de las entradas habían sido tapiadas, pero algunas sólo contaban con las rejas encadenadas. Sara se había acercado a aquel pobre animal, susurrándole que no tuviera miedo. Un brazo surgió de entre los barrotes de hierro, la agarró con esa fuerza desesperada de los muertos y la arrastró hacia sí, la mordió en la muñeca. Sara volvió a casa haciendo un esfuerzo por no llorar. Héctor no dijo nada mientras lavaba la herida y gastaba todo el yodo que le quedaba. Y deseaba gritarle, descargar su furia por aquel acto tan irresponsable, notaba la rabia que lo empujaba a abofetear a su hija. Pero no lo hizo, porque por encima de la frustración y la desesperación había algo cubriéndolo todo como una niebla: el miedo, un horror tan visceral y primario que lo paralizaba y lo inundaba con una náusea indescriptible.

Limpiar la herida no sirvió de nada. Lo sabía. Sara también lo sabía. Permanecieron juntos dos días frente a lo inevitable, hasta que la fiebre la consumió, recordando a su madre y viendo las fotos de la cámara digital que conservaba hasta que la batería se agotó. Y con su último aliento aquella valiente niña de once años le pidió que no estuviera triste.

—Despejado.

Sánchez entra en el salón y se quita el casco. Saca de un bolsillo una pitillera y extrae uno de sus cigarrillos. Seca cualquier planta que encuentra, y los lía con las hojas de una Biblia de la que ya ha consumido la práctica totalidad del Pentateuco.

Le debe mucho a Sánchez. Cuando Sara se convirtió no pudo matarla. La amordazó y la envolvió en una manta. Sánchez lo ayudo a llevarla a la muralla sur. La dejaron vagando al otro lado del muro. En el último momento se giró y le dirigió una mirada desconcertada.

—Me llevo el diario, tal vez nos dé una pista de lo que ha pasado aquí. Pide a los hombres de fuera que limpien.

Sale a la calle y mira la luna. Desearía estar en su superficie, con el silencio del regolito tan penetrante que no le permitiera escuchar sus propios pensamientos.

***

—El tipo tenía una herida en el muslo —Sánchez aspira una profunda calada de un Marlboro—. Había intentado cauterizársela con algo, tal vez un cuchillo al rojo. Mi conclusión es que estaba follándose al cuerpo al que había serrado las piernas, y que se clavó el fémur astillado. Suficiente para contagiarse.

Sánchez siempre habla de «cuerpos», nunca de muertos o cadáveres.

—¿Eso es un cigarrillo? ¿De dónde lo has sacado?

—Lo encontré por ahí… ¿quieres uno?

—Claro.

Hace tres años que no fuma un cigarrillo, y tras la segunda calada siente un ligero mareo. Tose quedamente y señala la libreta que hay sobre la mesa.

—Es su diario. No dice nada en concreto sobre la muerta, pero en las últimas semanas había estado visitando mucho el local de Kurt.

Kurt había llegado al Centro hacía un par de años. Había tomado posesión de un antiguo sex-shop y lo había convertido en una especie de bar donde servía alcohol mal destilado. Héctor no siente hacia él simpatía alguna, es uno de esos individuos que aparecen en las zonas de guerra para hacer negocios y que nunca son de ninguna parte.

—Vamos.

Atardece. Siempre atardece. El clima mundial ha cambiado y en el cielo permanece suspendida de manera permanente una neblina como una capa de ceniza volcánica, potenciando el efecto invernadero. Héctor se pregunta cuántas centrales nucleares estallaron por falta de mantenimiento, cuánto silos atómicos fueron detonados en actos de desesperación.

De camino al local de Kurt ve pintadas antiguas de los Hijos de Gaia, una secta catastrofista que defendía la creencia de que el virus que reanimaba a los muertos era un mecanismo de defensa del planeta frente al expolio humano. Miles de ellos se entregaron voluntariamente a la infección, como mártires deseosos de convertirse en anticuerpos de la Madre Tierra. Su propia mujer lo hizo, los abandonó hace tres años.

Si algo demuestra la civilización es que tarda poco en derrumbarse.

La puerta del local está flanqueada por dos bidones de basura ardiente, que bajo el recargado cartel del antiguo sex-shop le da al edificio el aspecto de un templo pagano. Héctor y Sánchez entran en el callejón lateral, tuercen la esquina y se acercan a la puerta trasera.

—Esto no me parece buena idea —Sánchez tira su cigarrillo—. Tal vez sería mejor avisar al jefe. O al alcalde.

—Primero quiero echar un vistazo yo mismo.

La puerta no está cerrada, como corresponde a una vía de escape. Al final de la escalera que da al primer piso se oye el murmullo del bar, pero la intuición de Héctor hace que se dirija al pasillo que hay a un lado.

Entran en un pequeño cuarto con dos puertas y la entrada a otro pasillo, iluminado por una lámpara de aceite. Una de las puertas está entreabierta, y al asomarse a su interior sus sospechas hacia Kurt se reafirman. En hileras de estanterías hay acumuladas latas de conservas, paquetes de harina, cartones de tabaco, botellas, cajas de cerillas, bolsas de aperitivos, frascos de agua oxigenada… En el Centro los recursos están centralizados y sometidos a un racionamiento que mantiene a la población muy poco por encima del nivel de subsistencia: acumularlos de manera personal está castigado con el azote público e incluso con la expulsión. No puede evitar salivar, es un reflejo del hambre. Mira a Sánchez y sabe que a él le ocurre lo mismo.

Salen del almacén y mira a la puerta contigua. Tiene un cerrojo por fuera que obviamente no estaba cuando se construyó el local. Instintivamente saca del cinto su martillo, y Sánchez hace lo mismo.

—Acércame la lámpara.

Corre el cerrojo y su chasquido en la tensión que los rodea hace que le suene como una detonación. Da dos pasos en su interior y se queda paralizado. Al iluminar la estancia ve seis o siete figuras, muñecas de carne ataviadas con ajados conjuntos de lencería, demacradas autistas de caras petrificadas en un rictus de hambre perpetua. Apenas puede reaccionar cuando una de ellas extiende los brazos y se los lanza al cuello gimiendo. Apenas es consciente de la patada que le propina en el pecho, la ve retroceder tambaleándose, chocando con las otras que se acercan, nota una mano que lo agarra de la camiseta y tira de él, cae de espaldas mientras Sánchez cierra la puerta y vuelve a echar el cerrojo.

Su único pensamiento es volver a entrar y acabar con todas ellas, partir sus cráneos uno a uno y darles descanso. Pero no ha venido equipado apropiadamente y su frustración se vuelve rabia.

—Vamos a buscar a Kurt.

Avanzan por el pasillo lateral, que en un momento se bifurca y se curva, rodea una sala octogonal con una puerta en cada cara; Héctor piensa que son las antiguas cabinas para actuaciones en vivo. De una de ellas sale una luz tenue, y algo le dice que no quiere entrar, que sea lo que sea lo que puedan ver no están preparados para ello. Aun así entran.

El escenario es circular, la pared tachonada de ventanas, su perímetro rodado por una hilera de velas. En la mesa del centro hay un cadáver, una mujer ataviada con una combinación desgarrada, sus extremidades atadas, los ojos hundidos, las epífisis de los fémures dislocadas de manera antinatural creando unas protuberancias en la ingle, las piernas dispuestas como una línea horizontal perfecta. Un hombre enorme la sodomiza mientras la golpea en los pechos con una barra de hierro, cada impacto emite un sonido amortiguado, como el de un puñetazo dado a un cojín. El esternón aparece hundido. Héctor nota una arcada, se dobla sobre sí mismo pero no hay nada en su organismo que pueda vomitar. Cuando vuelve a mirar el hombre se ha colocado junto a la cabeza de la muerta, se quita el preservativo y comienza a masturbarse mientras golpea aquella cara, hasta convertirla en una geometría fracturada, eyacula y el semen se escurre por los ángulos de hueso inconexos de un rostro irrecomponible. Cuando termina ve que en las cabinas las puertas se abren y se cierran, los ocupantes se van en silencio. Quiere detenerlos, pero se encuentra paralizado, rezando, pidiendo por favor que cuando uno muera y vuelva a levantarse no le quede nada de la conciencia propia, que aquel cuerpo no haya sabido nada del horror que ha protagonizado.

Sánchez hace un rato que espera fuera, fumando. Héctor comprueba que las manos le tiemblan mientras avanzan por el pasillo hacia la puerta diametralmente opuesta al pasillo por el que han entrado. La abre de una patada y se encuentra a Kurt con una bata, bebiendo un vaso de Cutty Sark.

Se queda mirándolo a los ojos, sintiendo una repulsa tan intensa que no puede articular palabra.

—¿Y bien?

—Acompáñanos. Responderás de todo esto frente al alcalde y él decidirá qué haremos contigo —traga saliva—. Lo que acabas de hacer no tiene justificación alguna. Me das asco.

Espera un ataque, aferra con fuerza su martillo, se prepara para que intente huir; de todas las posibilidades que evalúa con el instinto de lucha que ha desarrollado esta media década, que Kurt rompa a reír es la única que no esperaba.

—¿Acompañaros? ¿A ver al alcalde? ¿Por qué? ¿Por moler a golpes la cabeza de una muerta? Una menos con la que luchar, amigo mío.

Héctor aprieta los dientes.

—Lo que haces nos pone en peligro a todos. Pero, sobre todo, es inmoral.

—La moral cambia con los tiempos. ¿No te das cuenta? Vivimos en un infierno, y la única defensa posible es la locura. Hago lo que he hecho todo este tiempo: sobrevivir. Igual que tú.

—No, yo no he hecho nada ni lejanamente parecido.

Kurt apura el vaso.

—Mientes. Para llegar hasta aquí, has hecho lo que ha sido necesario, has justificado cualquier medio con el fin de la supervivencia. Te conozco, y sé que no sólo has luchado contra esas cosas. Como todos nosotros, has robado, has abandonado a quien te necesitaba, has matado a algunos de tus congéneres. Reconócelo: no ha sido lo mejor de tu humanidad lo que te ha permitido seguir con vida.

Héctor aprieta los párpados un segundo, sabe que en parte lo que oye es verdad. Pero nunca ha descendido a la crueldad, nunca se ha manchado con esa vileza.

—Tal vez, pero ha sido por conservar lo mejor por lo que he luchado…

—Muy noble por tu parte. Pero lamento decirte que estás solo.

Hace un gesto con la cabeza y Héctor nota un impacto en la sien. Cae al suelo mareado. Kurt lanza a Sánchez unas esposas, éste le retuerce los brazos a la espalda y se las aprieta alrededor de las muñecas.

—Déjame abrirte los ojos. ¿Crees que yo sólo podría hacer esto? No, muchos de tus compañeros trabajan para mí. ¿Y crees que correría con tantos riesgos si no existiera la demanda? ¿El alcalde? ¿Tu jefe? Clientes míos.

Se sirve otro vaso.

—Tu rectitud es una actitud obsoleta. Yo, por mi parte, soy un hombre de negocios. Mira el mundo en el que vivimos. Nos estamos extinguiendo. Las mujeres que quedan ponen todo su empeño en quedarse embarazadas, ¿pero cuándo fue la última vez que quisiste acostarte con una mujer viva? Ni te acuerdas, ¿y sabes por qué? Porque ellas piensan en la supervivencia de la especie; nosotros en la de los individuos. Por eso nos parece de locos traer un niño a este mundo. Es así: las mujeres son un bien devaluado, amigo mío —da un largo trago—. ¿Pero el sexo? Sigue siendo igual de lucrativo que siempre. Y estas putas no requieren mantenimiento.

La cabeza le palpita como si fuera a estallar. No es muy consciente de lo que balbucea:

—Luchamos por recuperar todo lo que hemos perdido…

Kurt emite un bufido de desaprobación antes de hablar:

—Aférrate cuanto quieras a esa fantasía infantil de la salvación: antes o después te darás cuenta de que en este nuevo mundo muerto nuestras psicopatías son bendiciones. Vivimos en un agujero sin objetivo alguno. Somos seres enfermos en un mundo enfermo. Y cuanto antes aceptas este hecho, antes te adaptas.

Nota como la sangre se desliza hasta su cuello.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo? Tú te levantas cada mañana y piensas que algún día los gobiernos se restaurarán y que podremos mirar de nuevo al futuro. Yo me acuesto cada noche repitiéndome que, de todo esto, mañana no quedará nada —apura el vaso y se dirige a Sánchez—. Tíralo fuera.

Héctor se revuelve, se apoya sobre su espalda y comienza lanzar patadas a su compañero. Hasta que Kurt vuelve a hablar y sus palabras por un momento lo petrifican:

—¿Quieres saber hasta qué punto hemos degenerado? No puedes imaginar todo lo que me han ofrecido por el espectáculo de dentro de un par de días. Se trata de una actuación especial. Una nueva adquisición. Se llama Sara… tal vez la conozcas.

El grito inarticulado que emite hace que se le desgarre una cuerda vocal, un grito que arrastra consigo los restos de su precaria cordura. Inmediatamente es silenciado por el golpe seco de un martillo.

***

Despierta. Se encuentra en ropa interior sobre la tierra mojada, en el fondo de la zanja de una construcción olvidada. Junto a su cara la boca de un muerto lanza dentelladas a escasos centímetros de su nariz. Debe de haberse partido en cuello en la caída, pero aun así intenta devorarlo.

Por un momento siente toda la desesperación, la apatía, la furia y la frustración que lo abruman y desea que paren, que lo dejen descansar. Por un momento siente la tentación de acercar la cara a esos dientes que se abren y se cierran con la cadencia insensible de una máquina. Pero sabe que no puede rendirse, que queda una cosa por hacer.

Se incorpora como puede, alejándose del cadáver. Nota un golpe a un par de metros a su lado. Son otros muertos que se acercan hacia él, caminan en línea recta y se desploman en el borde de la zanja, y casi resulta cómico.

Trepa por el borde y comienza caminar hacia uno de los edificios cercanos. Sabe que los muertos no son rápidos, que sus probabilidades de sobrevivir aumentan si mantiene la calma y reserva sus fuerzas. También aumentan si logra llegar a un primer piso, son muy pocos los que conservan la coordinación suficiente como para subir unas escaleras.

Caminar entre los muertos casi es un alivio. Recuerda esa sensación, cuando la única preocupación era mantenerse a salvo la hora siguiente. Apenas necesita apartar uno o dos de los cuerpos hasta que llega a lo que considera un refugio. Y luego espera, como un cazador paciente.

Conoce la secuencia de exploración, los turnos. Tras descansar unas horas se dirige cuidadosamente a la zona este. Sabe que Sánchez deberá salir en busca de edificios seguros para la próxima ampliación. Alimenta su odio dos días hasta que lo ve aparecer con su nuevo compañero por el callejón situado junto a la muralla. Espera a que entre solo en un edifcio mientras el otro espera en la esquina. Sabe que esperará lo que tarde en contar hasta mil. Si Sánchez no sale marcará la puerta de edificio con tiza para indicar que no es seguro y que será necesario un equipo más numeroso para despejarlo. Es el protocolo: desde cualquier punto de vista resulta más eficiente perder a un hombre que a dos. Cuando entra sigilosamente tras su objetivo sabe que Sánchez no saldrá de ahí.

Lo oye caminar en el piso superior. En la entrada arranca el cable del teléfono que acumula polvo en el cuarto del portero. No hace ruido cuando sube por las escaleras, se mueve aún más despacio cuando ve a Sánchez asomarse a uno de los cuartos. Sabe que mentalmente cuenta hasta mil, igual que él.

Todo sucede con la irrealidad de un sueño. Desde que vivía en el Centro no se había encontrado en la situación de tener que atacar a un hombre vivo. Con el cable lo estrangula, Sánchez lo golpea con el martillo en el muslo varias veces, pero aprieta los dientes y aguanta el dolor hasta que los impactos son más débiles, hasta que deja de luchar y lentamente parece quedarse dormido.

***

Se despierta con un dolor lacerante que se transmite como un relámpago. Cuando sus ojos se habitúan a la oscuridad se encuentra sentado a una mesa de formica de un bar abandonado. Una vela vacila al dar su luz. Sólo lleva puesta una camiseta, unos calzoncillos y los calcetines. Tiene los tobillos atados a la silla, y las muñecas clavadas al tablero. Héctor, vestido con su mono, se sienta frente a él.

—Hostias…

No sangra demasiado, pero no puede moverse sin que un escalofrío le recorra los brazos.

—Me traicionaste.

Un sudor frío se le escurre por el cuello, nota las axilas empapadas. Permanecen en silencio un largo minuto.

—Vale, joder, di algo…

Héctor saca un Marlboro del paquete que hay sobre la mesa. Lo enciende y expulsa una larga calada.

—¿Por qué? —casi escupe las palabras—. ¿Por esto? ¿Por un paquete de tabaco?

El humo describe arabescos azulados entre ambos.

—¡Joder, sí! ¿Qué quieres que te diga? ¡Estoy hasta los huevos de esto! —sin darse cuenta, Sánchez rompe a llorar—. ¡Quiero fumar tabaco del bueno! ¡Y beberme un vaso de vino! ¡Y comerme una patata de verdad, no una que esté en una bolsa de Lay’s! ¡Y mataría por un puto filete! ¡Y quiero que todo sea como antes!

No puede aguantar más, sus sollozos no le dejan seguir hablando. Héctor espera a que se recomponga.

—¿Qué te puedo decir? Kurt nos puede dar todas esas cosas. ¿Qué cojones importa? ¡Esas putas están muertas, joder! ¡Muertas! ¿Qué coño te pasa? ¡Es como arrancarle las alas a una mosca o quemar con un cigarro una cucaracha! ¿Qué te importa?

Héctor da otra calada.

—Sigue siendo cruel. No luché por sobrevivir para que Sara viviera en un mundo así.

—No me jodas… Sara está muerta.

—Lo sé. Y se la entregaste a Kurt. Eres el único que podría haberlo hecho. Por eso estamos aquí.

Apaga el cigarrillo sobre la mesa. Se lleva otros dos a la boca, los enciende y le pasa uno a Sánchez.

—Coño, Héctor, no me mates…

Héctor se pone en pie.

—No voy a hacerlo.

Se dirige a la puerta, lo mira una última vez y desaparece, perdiéndose por el fondo incierto de la calle.

Sánchez da una profunda calada al cigarrillo antes de empezar a tirar de su mano muy despacio. Poco a poco las cabezas de los clavos se hunden en su carne, nota cómo desgarran algún tendón y cómo los dedos comienzan a quedársele insensibles. Las lágrimas se le escurren junto a las comisuras de los labios y el filtro absorbe parte de ellas. Aprieta los dientes en el momento en que su visión periférica capta un movimiento. Se detiene y mira a la puerta, la luna recorta una silueta que avanza despacio, tambaleante, que emite un murmullo tenue. Su respiración se acelera y comienza a dar tirones para arrancar sus brazos de la mesa. Otras figuras comienzan a dibujarse en el umbral, justo cuando la primera que ha entrado está lo bastante cerca para que pueda percibir cómo la luz de la vela se refleja en las retinas vacías, en los dientes rotos y en los labios cuarteados. 

No hay nadie cerca para escuchar sus gritos cuando comienzan a devorarlo.

***

Camina de nuevo por las calles del Centro entre cubos de basura ardiente. La luna continúa con su trayectoria impasible.

Llega al callejón del sex-shop, la puerta trasera sigue sin estar cerrada. Atraviesa los pasillos que dirigen sus pasos hacia el objetivo de matar a un hombre, como si ese acto pudiera limpiar el mundo. Sabe que por cada Kurt que mate habrá otro, y otro, y que al final la raza humana está condenada. Pero eso no es lo relevante. Sólo Sara lo es.

La encuentra en la sala circular, atada de pies y manos, arrodillada frente al hombre que enarbola su pene a escasos centímetros de su boca, retándola a que lo muerda. Ella lo intenta, pero la cuerda atada a una argolla de la pared impide que lo alcance.

Entra despacio en la sala, de espaldas a Kurt. Si quienes miran desde las cabinas se extrañan no hacen gesto alguno, tal vez crean que es parte del espectáculo. No piensa, simplemente se acerca y rodea su cuello con las manos, apretando con todas sus fuerzas, hundiendo las uñas en la carne de aquel hombre inmenso. Su ataque casi no lo desequilibra, apenas lo desplaza un palmo, pero es suficiente para que Sara clave los dientes en su pene. Horrorizado, Kurt la golpea en la cara, pero es como intentar abrir un cepo. Y Héctor aprieta, hasta que nota cómo el cartílago de la nuez se hunde y bloquea la tráquea y la agonía termina en unos segundos.

El cuerpo cae pesadamente al suelo. Despacio se acerca a su hija que aún mastica parte del glande. Con los ojos borrosos de lágrimas le besa la frente, le pide perdón, de un golpe seco con el martillo de Sánchez le hunde el lóbulo frontal, como debería haberlo hecho en su momento.

En las cabinas los ocupantes se marchan. Se pregunta cómo ha podido vivir en medio de toda esa corrupción sin haberse dado cuenta, se pregunta cómo toda esa maldad no ha desprendido un hedor que lo haya asfixiado.

Espera solo, en silencio, una hora. El cuerpo de Kurt comienza a sufrir convulsiones. Como una marioneta tarada logra ponerse en pie, y gira la cabeza, observa a su alrededor con la mirada perdida. Y Héctor se concede la satisfacción de matarlo por segunda vez.

Se dirige hacia la puerta trasera del local fumando el Marlboro que queda en el paquete. Tira la caja de cerillas, se desprende del casco y de la chaqueta de motorista. Mira a la luna por última vez.

Vuelve dentro, apaga el cigarrillo y abre el cerrojo de la puerta junto al almacén. Ve a las mujeres muertas avanzar tambaleantes hacia él como bacantes ebrias en ropa interior ajada. Caen sobre él y mientras se lo comen vivo les da su bendición, les pide en susurros que cumplan su venganza. A medida que el trauma del dolor colapsa su sistema nervioso central y nota cómo se difumina su consciencia piensa que cuando acaben de consumir su cuerpo se extenderán por el Centro como furias portadoras de la infección, y se consuela pensando en que mañana no quedará nada.

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Comentarios

  1. Tai y Chi dice:

    Joe, estás fatal, tienes la mente muy enferma y sucia. Que mal cuerpo me has dejado!!!!! :S

  2. laquintaelementa dice:

    Pues no es el más chusco, los hay peores 😛

  3. laquintaelementa dice:

    Para los no asistentes a la ceremonia de entrega, dejo una breve reseña de lo que dije:

    «Relato chusco de nivel alto, sólo hay que leer el título.
    Las causas de la crisis zombi son irrelevantes y ésta es una excusa para denunciar la escasa moral de nuestra especie. Podría situarse en cualquier otra circunstancia crítica o apocalíptica y el mensaje seguiría siendo el mismo.
    La ambientación está muy cuidada y recuerda, en ocasiones, a Dead Rising y a escenarios de Resident Evil ( 😉 ). Recurre a zombis «Romero», los preferidos de la edición. Personajes muy bien perfilados lo que hace muy fácil al lector identificarse con ellos. Ritmo ágil y fluido, con pausas bien medidas que no ralentizan la historia. Eso sí, el final es chusco de nivel hardcore que deja muy mal cuerpo».

  4. marcosblue dice:

    ¡Molaaaaaaa…! Porno zombi a tope. Tiene su miga, la historia es adictiva y te sumerge completamente en el ambiente. Me lo he pasado pipa leyéndolo, muy inquietante. Ahora bien, eso de que los hay peores me ha dejado bastante preocupado…

  5. xtobal dice:

    No recomendable para menores ni personas «sensibles». Está claro que esto de ir mucho al Blue afecta a la mente debe ser algo que os pone el Maca en la bebiba.

  6. Nano dice:

    Tío tú estás muy mal…

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