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Ventura, ciudad de odio

por Relato ganador

—¡Mira! ¡Mira!

—¡Que te…! ¡Cagoooo en !

—¡Por mi vida que sí!

—¡Uf! ¡Que te que te, que te que te!

—¡Grrrr!

—¡Unnggg!

—¡Ñaaajjjj!

—¡Hiiiiiii!

—¡Fuuua, fuuua!

—¡Onnggg!

Y estas sentidas y duras palabras, pronunciadas desde el núcleo primigenio del odio, son el comienzo del conflicto.

***

—Dentro de treinta años todo el mundo seguirá hablando de ello, chico. Dirán que la primavera del 82 fue la más calurosa en Ventura. Mucho, mucho calor —pronuncia el sargento Cascajales mirando por la ventana de su despacho en la casa cuartel.

Delante de su mesa se mantiene erguido en posición de firmes el nuevo reemplazo. Un chico joven, alto, moreno, con su uniforme impecable. Carne de cañón desde el punto de vista de Cascajales. El viejo sargento de plateadas greñas piensa que en Comandancia se equivocan enviando a estos pobres desgraciados. Lleva años pidiendo a gritos grupos operativos contundentes para atajar el problema. Lamentos que siempre caen en saco roto. Comandancia está ocupada con otros asuntos distintos mucho más televisivos.

—Sí, mi sargento.

—Y el calor son malas noticias para nosotros. El calor los vuelve locos y violentos. Esto no es bueno, chaval.

—Sí, mi sargento.

—No todo el mundo puede vivir en Ventura. Esta ciudad es lo más parecido al Infierno en la Tierra. Y cómo no, tenía que estar en la provincia de Cáceres.

—Sí, mi sargento.

—Todo tu entrenamiento va a ser puesto a prueba en estas calles. Aquí no se viene a hacer méritos. Aquí se viene a servir al ciudadano, porque aquí es donde de verdad somos necesarios. Esto es una guerra y vamos perdiendo, chico. Los medios de comunicación están demasiado ocupados con mundiales de fútbol o terroristas sanguinarios, pero se olvidan de Ventura. Aquí corre la sangre. Tú eres el cuarto recluta en dos años, chaval. Ponte a temblar si quieres, méate en los pantalones si lo crees necesario, sólo pretendo ser lo más sincero que puedo. Dos muertos, un desaparecido y una deserción. Ese es el balance de tus predecesores en el cargo. Este sitio corrompe el alma, es una zona de guerra de verdad y te pondrá a prueba. Cada calle es una trampa mortal para ti y para los pobres ciudadanos que lo habitan. Tenemos que detener esta guerra entre los Montiveras y los Pozoblanco porque se están haciendo demasiado fuertes.

Cascajales deja de mirar por la ventana y se sienta en su sillón de cuero viejo que cruje ante el peso del fornido guardia civil. Deja caer su cuerpo. A pesar de estar en plena forma, los años no pasan en balde para este servidor público. Busca en una caja de madera un puro Farias del cinco, sus favoritos. Sus ojos están cansados y su mirada se endurece con el paso de los años. Cascajales es de la vieja escuela y eso le hace ser un firme creyente del lema de su generación: «a todo el mundo se le endereza con un par de buenos sopapos». Mueve su espeso bigote negro de un lado para otro mientras reflexiona. Los nuevos reclutas siempre le parecen un tanto afeminados, sin bemoles, sin cojones en definitiva. Demasiado aferrados al manual, sin capacidad de improvisación ni decisión. Enciende el puro, le da una calada. Prosigue hablando.

—El verdadero problema de Ventura es el dinero. Todos quieren controlar la producción, la distribución y la venta del vino, las ganaderías de toros… Y luego está la agricultura del grano de trigo y cebada, los zapatos, las tiendas de souvenirs, el turismo rural, y el terreno neutral que es la fábrica de chocolate. Ventura por si sola es la sexta economía del país. El dinero va y viene. Pero unos y otros quieren que el dinero esté en su lado de la calle. Y por eso Montiveras y Pozoblanco se matan todos los días en mi ciudad. El odio es un sentimiento muy fuerte, chico, pero si además le añades el dinero de por medio lo que estarás fraguando es el Armagedón en las puertas de tu casa. Y nosotros estamos en medio de este caos. Y no les gusta una mierda que nos metamos en sus asuntos. Llevo aquí más de veinte años y juro por Dios que aún no entiendo de dónde sale tanto rencor, odio, mala sangre y saña. Lo único que sé es que esta gente quiere ver a su vecino muerto como sea. ¡Y los de Madrid, todavía ignorándome! ¡Buf! Me van a lamer las pelotas.

—Sí, mi sargento.

—Dime, Cañete, ¿tienes esposa?

—Estoy recién casado, sargento.

—Pues mi recomendación es que antes de salir de casa hagas los deberes con tu mujer porque, trabajando en Ventura, nunca se sabe si vas a volver al hogar. ¿Entendido, chaval?

—Sí, mi sargento.

***

Rocío Muñoz Casagrande nunca tuvo planeado dirigir a toda su familia. Ella estaba destinada a otros menesteres. Casada a los dieciséis años de edad con Atanasio Montiveras, iba a ser una buena esposa, madre, abuela, señora de su casa y anfitriona excepcional. Pero todo se truncó con la muerte de su marido. Ella tuvo que coger el toro por los cuernos de una familia que se venía abajo con sus rencillas internas y sus envidias. Sus cuatro hijos parecían dispuestos a matarse entre ellos por el control del imperio de su padre. Ella tomó cartas en el asunto. Todos los años pasados junto a su marido escuchándolo hablar sobre el estado de sus negocios y cómo se dirigen le sirvieron para hacerse con el control, apaciguar a sus hijos y mostrarse como la dirigente que hacía falta entre las familias vinculadas a la casa Montiveras. Fueron años muy duros pero al final tuvieron su recompensa. Su ganadería de toros es muy codiciada entre el mundo del toreo. Controla la distribución del trigo en gran parte de la región. Hasta tiene dos boutiques con cierto renombre y más, mucho más. Pero el poder pesa. Su delgada y frágil constitución no soporta tanta presión y cae enferma constantemente. A pesar de todo esto, sus cincuenta y nueve años de edad dejan ver a la bella mujer que fue un día. Entre su espeso pelo moreno se abren paso algunos ríos de plata. Ella, muy coqueta, se tiñe para aparentar menos edad. Permanece en la cocina de su hogar, el caserón La Esperanza, comiendo pan con aceite, como todas las tardes, esperando a que seque el tinte. Lee un artículo sobre permanentes en una revista de moda. Rocío frunce el ceño viendo las fotografías ilustrativas del artículo. «Una cosa es ser moderno y otra es ser ridículo», piensa al mirar las fotos. Una suave brisa cálida entra por la ventana. Rocío levanta la vista y contempla el patio cubierto con una enorme parra. Sus hijos están limpiando sus armas. Son muy cuidadosos en ese aspecto. Los mira con la ternura de una madre, aunque sabe que debe cambiar de registro cuando habla con ellos. Una cosa es ser madre, y otra es ser jefa. Por ello, desde hace ya mucho tiempo, tanto sus hijos como los miembros de la familia y empleados la llaman «Madrina». Termina su merienda. Se lava el pelo, se acicala, se viste con su inseparable vestido negro y sale al encuentro de sus hijos.

—Vamos a limpiar el jardín, niños.

Con un callado gesto de asentimiento por respuesta, los hijos de Rocío miran a su madre con respeto y admiración. Los cuatro hacen girar ciento ochenta grados los mondadientes que asoman de sus bocas. Paco, Paquito, Pacuelo y Pacón, nombres muy pensados por su padre —a modo de curiosidad decir que se apostó con otro tipo a que llamaba Paco o variantes a todos los hijos que tuviera—, se suben en el flamante Land Rover recién comprado junto a su madre. Se dirigen hacia los pequeños viñedos de la familia. Allí detienen el todo terreno. Para amenizar la espera se afilan cuchillos y se cuentan viejas batallas. Al cabo de un buen rato aparece un Symca negro por la carretera. Se detiene a su altura y de su interior baja un hombre trajeado y sonriente. Tiene unas enormes y pobladas patillas y sus ojos quedan ocultos tras unas gruesas y enormes gafas de pasta polarizadas. Todos los miembros del clan Montiveras descienden del vehículo.

—Madrina, qué enorme placer volver a verla. Hacía ya mucho tiempo —dice el hombre de grandes gafas mientras besa la mano de Rocío.

—El placer es mío, don Basilio.

—Y dígame, Madrina mía. ¿A qué debo su llamada? He venido tan rápido como he podido.

—Por supuesto, Basilio. Agradezco la celeridad con la que has venido. Tengo algo de lo que hablarte.

—Usted dirá, Madrina.

—Verás, Basilio. En todo jardín crece la mala hierba. Es algo muy molesto porque pasas tanto tiempo cuidándolo que resulta casi ofensivo que esas cosas broten de la nada, ¿me entiendes?

—Claro, Madrina.

—El caso es que tienes que hacer algo con esas cosas porque se propagan con rapidez, y pueden echar a perder todo tu esfuerzo.

—Sí, Madrina.

—Es como si el resto de flores de tu jardín creyeran que, como no has hecho nada por evitar esos brotes, pues se pueden marchitar y dejar de cumplir su función.

—Madrina, ¿me ha traído aquí para hablar de flores?

—No, Basilio, escucha. Los de ciudad sois muy impacientes. Lo comprendo. Todo el día ajetreados, y tú más con tus números y tus cuentas, gestionando mi mercancía.

—Así es, Madrina.

—La cuestión está en deshacerse de la mala hierba antes de que el resto del jardín se pudra. Hay que ser rápido y cortar de raíz. Sin miramientos, sin contemplaciones, sin piedad. Hay que dar un mensaje a la naturaleza. Tú eres el que manda. Pero duele que, después de tantos cuidados, aún haya algunas malas hierbas que quieran aparecer en mi delicado jardín, ¿verdad, Basilio?

—Madrina, no entiendo…

—Me robas Basilio. De cada tres granos que vendes, me declaras dos y el otro se pierde en tus papeles de camino a las sucias manos de los Pozoblanco. No deberías beber tanto en los bares y abrir la boca contando tus hazañas. Te pierde el vino y el dominó. Eres débil. Por muy lejos que estés de mí, deberías saber que acabo por saberlo todo.

—Madrina, yo… eso es una mentira

—No hables, solo deja que ella llegue hasta ti —ordena Rocío mientras le pone el dedo índice en la boca.

—¿Quién va a llegar?

—La puta llamada Muerte.

Acto seguido los cuatro hijos de Rocío se abalanzan sobre el hombre. Le rajan el cuello con un cuchillo filetero de quince centímetros. Lo llevan detrás de un olivar mientras se desangra. Todavía vivo lo meten en un agujero previamente excavado en la tierra y empiezan a taparlo a paladas. Rocío permanece al borde de la tumba sin marca mirando directamente a los ojos de Basilio. Una lágrima cae de sus ojos hasta la tierra que lo va ahogando.

—Una parte de mí muere contigo haciendo esto. Por eso dejo mis lágrimas sobre tu tumba, para que esa parte sea enterrada. Ojala descansaras en paz, pero si crees que yo he sido dura contigo, es porque no sabes lo que te va a hacer mi marido cuando llegues al Infierno.

***

Amparo Jiménez Pozoblanco, prima segunda y esposa del difunto Rodrigo Pozoblanco, es una mujer temerosa de Dios. Por eso intenta confesarse todo lo que puede y lo que sus obligaciones le dejan. En la tarde del miércoles toca confesión con el jovencísimo cura Remigio.

—¿Ya te vas, Duquesa? —suspira y pregunta el cura tendido desnudo en su cama.

—Ya me voy, padre —contesta Amparo subiéndose las bragas.

—Lo que hacemos está muy mal, Amparo. Dios nos castigará. Tú eres una mujer madura, yo un joven inexperto que ya no sabe lo que hace.

—Si me vuelves a llamar «madura» tendré que enseñarte lo que vale un peine, otra vez. ¡Que no soy tan vieja, coño! Tengo sesenta y he conseguido que grites «basta».

—Amparo, marchémonos juntos. Te quiero.

—Yo sólo he amado a un hombre y se llamaba Rodrigo Pozoblanco. Un grande entre los grandes. Un hombre digno de admirar que levantó un imperio de vino alrededor de la miseria de Extremadura. Tú, padre, me temo que no eres más que algo pasajero.

—Amparo, me matas con tus palabras.

—Lo dudo, pero no me hagas enfadar. Y no vuelvas a llamarme Amparo. Soy la Duquesa. No es oficial, pero todo el mundo lo sabe.

—Tú no matarías a un enviado del Señor.

—Nunca digas nunca jamás, y que el Señor me perdone. Llevas poco en esta tierra, ¿verdad, Remigio? Aquí hay un dicho. ¿Sabes por qué en Ventura se cría un vino con un sabor tan especial? Es porque esta tierra está regada con sangre y odio. Hombres y mujeres mejores que tú y yo han derramado su interior en esta tierra amarillenta, Remigio. Nadie va a vivir para siempre, por lo menos no en Ventura. Adiós.

A la salida de la calle Amparo, la Duquesa, cubre su cabeza con un manto negro, regalo de su madre por su viudedad. La esperan dos jóvenes fornidos portando escopetas Remington. Ella entra en la parte trasera de un Chrysler negro de cristales tintados. Recorren las calles del pueblo a toda velocidad camino de la finca propiedad de los Pozoblanco. La Vid Roja es un pequeño palacete que domina lo alto de una loma sobre la que se extienden los impresionantes viñedos Pozoblanco. Vino tinto codiciado por los paladares más exigentes. Su cotización entre los mejores restaurantes se eleva por momentos. A su llegada le espera su servidor directo, Ernesto Sánchez, también conocido como «el Chambelán», a pesar de que casi nadie en la Vid Roja sabe lo que es un chambelán. Él espera a que se detenga el coche y abre la puerta para que la Duquesa descienda.

—Buenas tardes, Duquesa.

—Buenas tardes, Ernesto.

—Hay noticias, y no demasiado buenas —anuncia el Chambelán mientras suben las escaleras de entrada a la casa.

—Dime, buen Ernesto.

—La Madrina ha acabado con el contable de Cáceres. Ha descubierto el pequeño chanchullo que teníamos con él.

—¡Maldita sea esa mujer! ¡Zorra! ¡Así el Diablo se lleve a todos los Montiveras al Infierno junto con ese bastardo de Atanasio!

—Mi Duquesa, no te enfades. Todavía podemos reaccionar. Me he adelantado a ti y tengo otro nombre en nómina.

—Ese es mi Chambelán. Siempre pensando. Pero creo que es hora de que los cuchillos hablen. Llama a Tasio, Pepe y al «Nano».

—Otra vez no, mi señora. Te pido calma. La escopeta no es buena para los negocios.

***

—Ya hace algunos años que no muere alguien del pueblo, y recalco del pueblo. Los últimos fueron Atanasio Montiveras y Rodrigo Pozoblanco. Se pegaron de tiros durante horas los dos en un establo. Un horror, los recogimos con pala. Eso después de pasar casi un año a tiros entre las dos familias. Es este lugar. Te embarga la violencia y el asco vital. Eso sí, en cuanto eres un traidor dejas de ser del pueblo, o cuando eres repudiado por alguna familia, también dejas de ser del pueblo. Nosotros, los guardias civiles, no somos del pueblo. Y los políticos tampoco. Esto constituye un grupo de población masacrable a ojos vista de las familias. Cuanto más tiempo pasas en Ventura más se endurece tu corazón. Estas calles son un peligro constante. Por eso lo único en lo puedes confiar es en tu compañero y sobre todo en tu arma —sentencia el sargento Cascajales mientras desenfunda su arma automática reglamentaria.

Tira de la corredera y una bala sale despedida de la recámara. Cascajales la coge al vuelo con rapidez.

—Y siempre guárdate la última bala para ti o para tu compañero —su voz se endurece con la última frase mientras agita la bala delante de la cara del recluta Cañete—. Ahora sube al coche patrulla que voy a enseñarte algo.

Los dos guardias civiles suben al Renault 6 a estrenar con los colores verde y blanco de la benemérita brillando bajo el sol de justicia de Ventura.

—Abre la ventanilla, chico, me gusta que entre aire cuando conduzco. Y más aún, me encanta que me vean esta panda de cabrones. Que se note que no les tenemos ningún jodido miedo. ¿Me explico?

—Sí, mi sargento.

—Y tú pon la metralleta en lo alto del salpicadero, para lucir músculo.

—Pero ese no es el protocolo de seguridad, mi sargento. Las ordenanzas dicen que el arma debe…

—A la mierda las ordenanzas. Las ordenanzas no valen aquí. Si quieren ordenanzas los capullos de Madrid van a tener que hacer dos cosas: una es pacificar ellos esta jodida zona, y dos es lamerme las putas pelotas porque llevo años insistiendo en que aquí hay que actuar y pasan de mí. Aquí se hace todo a mi manera o no se hace porque, de todos los «picoletos» que hemos pasado por esta casa cuartel, yo soy el que más ha durado y es porque he visto claro el percal que se mueve. He conseguido que esta escoria social se lo piense antes de liarse a tiros entre ellos y contra nosotros. Y aun así el precio es que compañeros nuestros han caído por imponer la Ley. ¿Ordenanzas a mí? ¡A la mierda!

El bigote de Cascajales se agita con cada exclamación. Es como si todo su ser vibrara pensando en el infierno que ha sido su vida durante estos años, y dichas vibraciones acabaran moviendo hasta el último pelo del espeso y negro bigote.

—Perdone, mi sargento. No quería alterarlo.

—No pasa nada, Cañete. Tranquilidad. Todo es cool, como dicen los jóvenes.

El sargento Cascajales y el recluta Cañete inician su recorrido. La casa cuartel está situada en el exterior del pueblo. Entran en Ventura por la avenida principal. El sargento va moviendo su dedo índice señalando a unos chavales que están en las esquinas de las calles de salida de la avenida. Se cruzan con otro coche patrulla. Los ocupantes del otro coche saludan al sargento con un movimiento suave de sus cabezas arriba y abajo. El sargento responde con el mismo movimiento. «Pocas palabras bastan entre los luchadores de Ventura», piensa el sargento. Gira a la derecha después de pasar por una fuente de chorros con la estatua del dios Baco bebiendo vino, que el alcalde ha colocado a modo de adorno sin sentido y completamente fuera de lugar. Al fondo de la calle unos chavales permanecen sentados en el capó de un Seat 124 escuchando música en la radio a un elevado volumen. El coche patrulla de Cascajales pasa a su lado muy despacio. Son cinco jóvenes que siguen con la mirada la trayectoria del coche patrulla. Cascajales gira y rodea un edifico de viviendas. Vuelve a la calle donde estaban los chicos y frena antes de que el coche patrulla quede totalmente visible. El sargento señala el coche de los chavales. Ambos hombres permanecen mirando.

—Espera y verás, Cañete.

Acto seguido pasa un tractor verde Ebro con tres tipos subidos, uno conduciendo y dos en los guardabarros gigantescos de las ruedas traseras del tractor. También van escuchando música a un volumen infernal. El tractor reduce su velocidad. Los ocupantes enseñan un par de cuchillos y hacen gestos amenazantes simulando pasar sus cuchillos por la garganta. Los chavales del Seat 124 les dedican una serie de insultos y levantan sus camisas de labranza enseñando las empuñaduras de sus cuchillos y las escopetas recortadas que esconden en los anchos pantalones de pana. La tensión flota en el aire. El tractor sigue su trayectoria sin detenerse. Todo ha quedado en un aviso.

—Y así todos los días. Cuando no son unos son los otros —dice el sargento Cascajales que se enciende un Celtas dentro del coche.

—Sargento, han prohibido fumar en los coches patrulla.

—Que vengan los de Madrid a decírmelo en persona y después que me laman las pelotas mientras me fumo un pitillo en sus caras.

—Sí, mi sargento. ¿Qué es lo que acaba de pasar aquí?

—El gran secreto a voces de las familias Montiveras y Pozoblanco. Aparte de sus negocios legales se dedican también al lado oscuro de la vida. Tráfico de tabaco, estraperlo, venta ilegal de gasolina, chantaje, cobro por protección, juego, prostitución… Una serie de actividades ilícitas que hacen de esta ciudad un polvorín. Los chicos del 124 venden tabaco de contrabando. Los del tractor quieren esta esquina para ellos. Y los del 124 quieren la esquina de los chicos del tractor porque así podrán controlar la venta de gasolina. Un asco. La pelota rueda y rueda y cada vez se hace más grande. Rocío Muñoz es la reina del tabaco y el juego. Amparo Jiménez Pozoblanco es la dueña de los prostíbulos y la venta de gasolina. Ambas se disputan los negocios de la otra y sus demás actividades. No permiten que nadie se entrometa. De momento estamos en una Guerra Fría, chico. Esto es mejor que los americanos contra los rusos. Atanasio Montiveras era un jugador y un borracho, y su esposa se ha hecho con las mesas de juego de mus y tute ilegal de la comarca. Rodrigo Pozoblanco era un putero profesional reconocido; bueno, también lo era Montiveras, pero lo de Rodrigo era de juzgado de guardia. Y por ello, a su muerte, su mujer se llevó a todas las putas que se folló su marido, les dio una paliza y se trajo unas más limpias de la capital. Ahora no hay camionero que no pare en sus locales de alterne. Lo que te he señalado en la avenida principal son chavales que trabajan para las familias. Esa avenida es una zona de paso importante en toda la comarca tanto de mercancías como de viajeros. Esos chicos te consiguen lo que quieras. Si no lo encuentras en Ventura es que no existe, se empieza a oír en toda la provincia. Y también se disputan el resto de la región. Tienen sucursales en todos lados. Son unos cabronazos de muy señor mío. Y entre medias está la población, que trabaja para unos o para otros. Unos son adeptos y otros son gente que quiere ganarse el pan honradamente. Esto es ingobernable. He pedido ayuda mil veces a los demás guardias civiles de la comarca, pero como el que oye llover. O están comprados por estos bastardos o están acojonados. No los culpo a unos ni a otros. Pero los guardias civiles que hay aquí no nos dejamos llevar por esta mierda. Aquí se viene a echarle huevos.

—Si esos chicos están haciendo algo ilegal, ¿por qué no los detenemos ahora?

—Vale, si eso te hace feliz.

Cascajales arranca el coche y sale a toda velocidad. Pone la sirena y se acerca hasta el 124. Los dos guardias civiles salen con las pistolas desenfundadas y gritan a los chavales. Estos levantas las manos y se ponen contra el coche con las piernas abiertas. Cañete se sorprende de la actitud de los chicos. Parecen acostumbrados, como una rutina. Cascajales grita:

—¡Alto-a-la-Guardia-Civil-me-cago-en--lo-que-se-menea!

Cañete empieza a registrarlos y va sacando las armas que ocultan. Uno de ellos comienza a hablar.

—¿Qué, sargento, enseñando al nuevo el ghetto?

—Cállate, Perico, que vas a cobrar.

—Éste parece muy blando, sargento —dice otro muerto de risa.

Cañete lo agarra y empuja el cuerpo del chico contra el coche. El chaval suelta el aire con el golpe.

—Esa ha dolido, ¿eh, Rodolfo?

—Sargento, esto es una mierda. No hacíamos nada.

—Pues para no hacer nada tenéis un arsenal cojonudo. ¿Qué pretendéis, invadir Portugal?

—A la mierda, picoleto —grita uno.

Cañete le da un cachete al chaval.

—Bueno, so mierdas, por hoy basta. Abrid el maletero del coche para sacar el tabaco y todos a tomar por el culo de aquí.

—Sin orden no registras el coche, mamón —grita Perico.

Acto seguido Cascajales se quita el tricornio con una mano y lo utiliza como arma golpeando la cara del chaval que cae al suelo.

—Me has convencido, Perico. Lo voy a dejar correr. Pero las armas se quedan. Venga, todos arreando con viento fresco, o dejo que Cañete os corra a hostias.

Los chavales salen corriendo. Cañete mira al sargento.

—¿No los detenemos, sargento?

—Estos son peces pequeños, Cañete. Yo lo que quiero es dar por culo a sus amas. Y ahora que lo pienso, ¡vaya culos que tienen esas señoras!

***

A Rocío le encanta ver jugar a sus nietos. Le agradan las risas que sueltan de vez en cuando esas criaturas. Además piensa que la niñez es el mejor momento para inculcarles enseñanzas que marquen el resto de sus vidas.

—Recordad, bonitos míos, los Pozoblanco son el demonio.

—Sí, abuela Madrina —gritan todos a la vez.

—Y recordad que la abuela os quiere —se levanta de su sillón y abofetea a cada uno de los niños allí presentes.

Las risas han cesado.

—Esto ha sido para que no se os olvide que la vida es muy dura en Ventura y que un Montiveras debe saber hacer frente al sufrimiento. El primero que llore probará la vara del abuelo.

Los niños permanecen en el más absoluto silencio sujetándose sus mejillas rojas mirando atentamente a su abuela. Rocío suspira y deja que la satisfacción del deber cumplido la embargue todo el cuerpo.

***

La Duquesa está quitando la piel a una manzana con un pequeño cuchillo en el patio. Llegan sus hombres acompañando a una joven muchacha de bellísimo aspecto con un vestido rojo. La chica se sienta frente a Amparo. La Duquesa no levanta la vista de la manzana.

—Pequeña, pequeña, pequeña Rita. Yo te he visto crecer. De hecho pagué parte de tu comida a tu madre cuando se quedó viuda. Tú eras muy pequeña como para recordarlo.

—Pero mi madre me lo recuerda todos los días, Duquesa.

—Eso está bien. Pero tengo que decirte que me has decepcionado.

—¿Cómo, Duquesa? —la chica se pone rígida: sabe que no es buena idea hacer enfadar a Amparo Jiménez.

—Te tirabas a ese joven guardia civil hace poco, ¿verdad? El que ha desaparecido.

—No, Duquesa.

—Sí lo hacías. Lo raro es que no te preñaras. La cuestión es que ese chico estaba investigando algo de un contable mío que trabajaba para la otra. Y estoy segura de que encontró algo.

—No sabría decirle, Duquesa.

—Claro que no sabrías. El caso es que en lugar de informar a sus superiores le dio por informar a los Montiveras, supongo que para sacarse unos buenos duros. ¿Qué te prometió? ¿Fugaros de aquí con el dinero? ¿Una vida mejor? ¡Pero qué cría eres, tonta!

—No, Duquesa —la chica se echa a llorar.

—Te lo tiraste y me has traicionado. A mí, que te dí de comer. Que he visto a tu madre llorar por ti. Estoy seguro que te hizo muy feliz la idea de salir de aquí y reírte de mí. Pues jódete. Puedes alejarte de Ventura, pero Ventura no se alejará nunca de ti. Seguro que ese guardia civil se ha ido con otra fresca. O lo más probable es que los Montiveras le hayan dado matarile para que no vaya por ahí con su dinero. ¡Idiota!

—Duquesa, se lo suplico. No es verdad…

—Ya no eres de Ventura. Ya no te reconozco. Chambelán, trae a mi hija.

—Duquesa, se lo ruego. Por mi vida…

El Chambelán obedece y al cabo de un rato aparece caminando junto a una chica delgada, de unos veinticinco años, con la cabeza agachada, con pelo negro alborotado cubriéndole la cara y con un vestido azul que deja al descubierto sus brazos llenos de cicatrices de cortes. Ella, cuando se acerca a Amparo, le da un beso en la mejilla.

—Esta es Carmencita, mi hija. El regalo que mi Rodrigo dejó en mi vientre. Habla poco, pero su voz es como la de los ángeles. Está enferma. A veces no sabe lo que hace. Los médicos lo llaman de varias formas muy feas, pero yo digo que qué sabrán ellos. La quiero y ella me quiere. Carmencita, hija, tengo un regalo para ti. Ella se llama Rita y quiere jugar.

Carmencita se acerca a Rita y comienza a mesar el cabello negro de la joven. Rita se tensa. Carmencita huele el pelo de la chica y acto seguido la golpea con su puño en la cara. Rita cae de la silla sujetándose la mandíbula. Carmencita se abalanza sobre ella y le planta un beso en la boca para después arrancarle el vestido rojo como si fuera de papel. Rita intenta tapar su desnudez con sus brazos y los jirones de ropa. Carmencita la agarra fuerte de los pechos y le da un cabezazo. La joven cae inconsciente.

—Llevadla al cuarto de Carmen —ordena la Duquesa—. Un par de días con Carmen y vas a desear que te maten. Chambelán, trae mi recortada. Ya estoy harta de esperar. Es hora de que el plomo hable por mí. Manda un mensaje a la fulana conocida como la Madrina. Que se presente en lo alto del Cerro del Ahorcado si tiene lo que hay que tener.

***

—No me lo diga, sargento. Los de Madrid pueden lamerle las pelotas.

—Exacto, chico. Si quiero meterme un sol y sombra para templar los nervios, pues voy y lo hago. Pero nada de pasarse, que eso es de borrachos. Macario, ponle un Anís del Mono al nuevo.

—Yo no bebo, sargento.

—Para eso estoy aquí, para evitar que caigas en el error de ser abstemio. Bebe y calla.

El bar La Casa Chica está lleno a esas horas. Después de comer es cuando más parroquianos hacen entrada, sobre todo los sábados de fútbol. Los bares del pueblo son zona neutral, como lo es la fábrica de chocolate. Nada de liarse a tiros allí. La fábrica es de una multinacional, así que vive alejada de la realidad rústica de Ventura; los bares son los lugares que amenizan los inviernos de la zona, así que son sagrados.

—Se está mascando la tragedia, Cañete. Las familias tienen sed de sangre, lo sé. Están de lo más raro. No me gusta cuando no pasa nada. Eso es que están tramando algo. Te sugiero que abras bien los ojos.

—Sargento, creo que podemos evitar cualquier confrontación. Si hiciéramos una buena redada se pensarían dos veces seguir con este juego.

—No, chico, no es sólo el problema de los negocios ilegales. Ya te lo he dicho, se odian. Desde que Atanasio y Rodrigo discutieron por primera vez hace cuarenta años se la tienen jurada los unos a los otros. Y es casi peor que se maten entre ellos, porque te aseguro que ahí no acaba la cosa. Seguirán y seguirán sus descendientes hasta que no quede nadie en el pueblo. Y vendrán los medios de comunicación y todo será una tragedia, y será el fin de Ventura. Maldigo a Rodrigo y Atanasio.

—¿Pero qué pasó?

—Jimeno te lo contará mejor que yo. Jimeno, cuéntale de qué va el tema —solicita el sargento hablando hacia un hombre anciano con una boina calada hasta las cejas; su cara está arrugada por el sol constante y de sus labios cuelga un pitillo mal liado.

Jimeno sonríe.

—Es que hay algunos que se toman mal las cosas, sobre todo si cantas «mus» en un momento delicado.

—Perdone, ¿cómo dice? —pregunta Cañete

—Que sí, coño. Aquí se viene a jugar, no a tontear. Y en este pueblo si cantas mus tienes que tener una muy buena razón. Para eso no se juega. El Montiveras cantó mus y al Pozoblanco le sentó como una patada en los cojones. La verdad es que el Montiveras tenía sus razones para hacerlo, pero también sabía que el Pozoblanco no aguantaba una mosca detrás de la oreja ni dos segundos. Fue a tocarle los huevos. Yo estaba allí sentado jugando con ellos. La hostia que le calzó el Pozoblanco al otro casi la pude sentir yo. Y el Montiveras le arreó un cabezazo al Rodrigo de dimensiones bíblicas. Lo que pasa es que hay que dejarlo a tiempo y saber cuándo parar. Pero eso no iba con estos dos soplagaitas y se les ha ido de las manos hasta el día de hoy. Una locura. Se han llevado a muchos por delante y muchos otros caerán, te lo digo yo.

—¿Por una partida de mus todo este tinglado?

El sargento Cascajales sonríe.

—Y cada día va a peor. Mi teoría es que aquí la gente se aburre y la única forma de divertirse es hablar mal del prójimo o liarte a tiros con él. ¿Adivinas cuál es la opción escogida por las dos familias? Para mear y no echar gota.

Cuando Cascajales y Cañete salen del bar se encuentran con la desagradable sorpresa de que les han destrozado las lunas de coche.

—¡Putos chavales! —grita Cascajales.

Psst, psssst. Sargento. Sargento —chista y susurra una voz que proviene de la esquina del bar.

Cascajales mira un par de veces a su alrededor antes de encaminarse hacia el lugar de donde sale la voz. Cañete lo sigue con precaución. Al doblar la esquina se topan con una figura envuelta en una manta vieja. Es un hombre doblado, casi jorobado, con una boina roída y mirada dura y astuta.

—Ramírez «la Araña». Hacía tiempo que no se te veía por aquí. ¿Qué tal te va la vida?

—Tengo información, sargento. De la buena.

—Y supongo que costará dinero, ¿verdad?

—Como todo en esta vida, sargento. El aire y el sol es lo único por lo que de momento no se paga.

—Eres un cochino soplón, pero pocas veces fallas.

—No me gusta ese adjetivo. Soy un tratante de información. La gestiono lo mejor que puedo.

—¡Madre mía! Casi hablas como un universitario.

—Lo fui, pero me vine al pueblo a ganar dinero. La ciudad no es para mí. Ahora treinta duros por adelantado. Le va a encantar.

—¡Treinta duros! Esta sí que es buena. Pero hoy estoy de buen humor. Toma y desembucha , y más vale que sea bueno o te arranco los dientes.

—Las familias han quedado. En lo alto del Cerro del Ahorcado en menos de una hora. Y no creo que vayan a hablar. Creo que tiene que ver con un contable muerto.

—¡Maldita sea! Seguro que era otro idiota de ciudad que creía que podía jugar con las familias. ¡Pues ya vamos con retraso! ¡Venga, Cañete, arreando que es gerundio!

Los dos guardias civiles se suben en el coche patrulla. Intentan apartar los restos de los cristales rotos de los asientos. Cascajales pisa el acelerador y el Renault saca todo lo que lleva dentro. Cañete prepara la ametralladora.

—Sargento, ¿se fía de ese pordiosero?

—No te dejes llevar por su aspecto. Un día es un pordiosero, al día siguiente un camionero, un marchante, una puta. Son disfraces. Ese tío me tiene acojonado. Cuando todos estemos muertos él seguirá por aquí ganando algo con la información. ¡Menuda es la Araña! Y ahora vamos a por estos cabrones antes de que se maten.

***

El Cerro del Ahorcado es un cerro, como su nombre indica, en el que se ahorcaba a la gente hacía mucho tiempo, como su nombre también indica. Ahora no es más que un páramo de tierra seca en el que algunos intentan sacar provecho trabajando pequeños huertos sin futuro. Partiendo en dos el cerro hay un cortafuegos hecho por el hombre con el fin de evitar la propagación de los incendios. A un lado del cortafuegos se sitúan los Montiveras. La Madrina y sus cuatro hijos llamados Paco sujetan sus escopetas de doble cañón apuntando hacia el otro extremo del cortafuegos. En ese lado están los Pozoblanco con la Duquesa sujetando dos escopetas recortadas, una en cada mano, junto con el Chambelán y dos hombres más de su confianza. Todos ellos llevan navajas gigantes metidas dentro de la faja con la empuñadura asomando listas para ser usadas en el cuerpo a cuerpo. Las dos cabecillas se miran fijamente. Empiezan recitando las mismas frases que han conducido los pasos de sus familias hasta esta situación.

—¡Mira! ¡Mira!

—!Que te…! ¡Me cago en !

—¡Por mi vida que sí!

—¡Uf! ¡Que te que te, que te que te!

—¡Grrrr!

—¡Unnggg!

—¡Naaajjjjj!

—¡Hiiiii!

—¡Fuuua, fuuua!

—¡Onnggg!

Todo esto acompañado de grandes aspavientos lanzados por las señoras, que son vitoreadas con cada réplica por parte de sus acólitos.

Un ruido de motor forzado rompe los vítores. Es Cascajales sacándole todo el jugo al coche. Se eleva por encima de una loma y hace un derrape. La inercia del coche hace que no se detenga a tiempo y cae al cortafuegos. Da una vuelta de campana. El golpe ha sido leve y Cascajales y Cañete salen del vehículo por su propio pie. Cascajales desenfunda y Cañete apunta a todos con su metralleta.

—¡Qué vais a hacer, insensatas! ¿Cuándo va a terminar esto? Volved a casa ahora mismo.

—No te metas, bigotes, no te metas —le chilla la Duquesa a Cascajales.

—¡Lárgate, picoleto! —le ordena la Madrina.

—Volved a casa las dos o esto va a ser una masacre. Os lo estoy advirtiendo. Esto no nos va a llevar a ninguna parte.

—Mejor que acabe ahora —sentencia Amparo.

—Sí, mucho mejor —afirma Rocío.

Las dos agarran sus armas y apuntan hacia la posición de Cascajales. Abren fuego. El sargento y el recluta se ocultan tras el coche patrulla y devuelven el fuego. Los que acompañan a las señoras también disparan a los guardias.

Durante un rato se intercambian disparos. Un par de hijos de Rocío caen heridos y un acólito de Amparo cae al suelo con una bala en la cabeza. El tiroteo es intenso. De vez en cuando las familias dejan de disparar a los guardias civiles para focalizar sus disparos en sus enemigos eternos. Al cabo de unos interminables minutos los disparos cesan. Tanto la Duquesa como la Madrina hacen una seña para recoger y marcharse. Cada una de ellas toma una dirección distinta.

Cascajales suspira. Cañete tira el arma al suelo y se echa a llorar.

—Enhorabuena, Cañete. Ya eres un hombre en Ventura. Llora a gusto y todo lo que te plazca porque te lo has ganado.

—¿Qué ha pasado aquí, sargento? —pregunta Cañete entre sollozos.

—Lo de todos los años, Cañete. Hemos calibrado fuerzas. Las dos saben que no pueden matarse a gusto si estoy de por medio y siempre tratan de acabar conmigo. Pero somos los mejores. Hemos aguantado como en Numancia. ¡Y que se jodan estas malditas!

—¿Y esto lo saben en Madrid?

—Claro, chico. Yo informo de todo.

—¡Pues los de Madrid me pueden lamer las pelotas!

La carcajada del sargento es tan fuerte que se puede escuchar a varios kilómetros de distancia.

—Vamos, que te invito a un anisete.

—Gracias, sargento, creo que lo necesito.

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Comentarios

  1. levast dice:

    Cagon tooooooooo, que risas de relato, la pareja de buddy picoletos, las caciques chungas, la partida killer de mus… Insuperable

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