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Yo me iría a bailar

por Relato ganador

Empezamos a despedirnos el mismo día que nos vimos por primera vez, con la primera mirada al centro de los ojos. El primer día que nos dijimos hola nos estábamos despidiendo. Incluso antes, una mañana que te vi pasar por la plaza y soñé de pronto que me gustabas, nos separamos. Ya nos conocíamos, aunque estábamos tan lejos que nos cruzábamos casi todos los días por el pueblo. Y creí soñar que yo te gustaba a ti, aquel domingo que salí de la iglesia riendo con unas amigas, como se ríen las mujeres en esos momentos que parecen pájaros. Aprendimos nuestros nombres y moldeamos a nuestro antojo sus significados. Y nos encontramos, una noche de fiestas, con la pachanga y los petardos, de repente más cerca que mis sueños y tus sueños juntos, tan cerca que a veces nos rozábamos, a veces casi hubiéramos podido besarnos si hubiéramos podido. Y en ese momento, con la alegre música, el intenso olor a churros y los fuegos artificiales retumbando en nuestro interior, convirtiéndose en una amalgama de sentidos confusos y atronadores, se abrió un abismo.

Después yo seguía bailando sola en la cocina, con la familia roncando a destajo, como si te estuviera abrazando y tú girando en el eje de mi cintura, mirándome a través de esa atractiva seriedad que llevas en los ojos, sin darme cuenta ni de abismos, ni de truenos, ni de churros, con una sonrisa simple que ya no poseo. Quedamos, iniciamos el cortejo, nos fuimos enamorando, nos fuimos necesitando, cogidos de la mano dando vueltas por las calles y las lluvias, rodó hasta nuestros labios un beso, un adiós metido en mitad de nuestras bocas.

Me acuerdo que nos casamos, que no me cabían los nervios en el pecho, que era el día más feliz del mundo y no sabía cómo ser feliz, que tenía una cosa metida en alguna parte de la felicidad que la obstruía. Que tenía tantas preguntas, tantos miedos, incertidumbres e ilusiones en mis lágrimas de alegría pura que todavía me escuecen cada vez que lloro.

Y vino nuestro primer hijo sin yo comprender siquiera de qué forma había llegado una persona a mi interior. Recuerdo un desastre de la imaginación, cuando lo hacíamos, el amor, el eso, algo que no se correspondía con lo que tenía que haber sentido, algo que estaba más cerca del dolor que de la gloria. Se me quedaron mil maravillas arrastrándose en el agua de la palangana, y una lejanía en nuestros cuerpos como si nos hubiéramos herido en vez de habernos amado, una cama mutada en laberinto, hundido cada uno en el más profundo espacio de sí mismo, de alguna manera instintiva satisfechos, completamente perdidos. Quizá alguien hubiera debido enseñarnos a decir en vez de a callar, quizá alguien hubiera tenido que saber que una palabra nunca puede hacer tanto daño como el silencio. Pero tuve a mi hijo en mi pecho y me incrustó unas raíces más poderosas que todas mis dudas, más grandes que mi inocencia. Me convertí en una mujer de golpe, con la infancia aún resbalando por mi voz. Y me hice agua, alimento y amor. Me crecieron brazos y piernas como a las diosas de la India, responsabilidades, leches, cazuelas, trapos, nervios. Llegó la paz en forma de un segundo hijo, que no era paz, sino la costumbre del asedio, la rutina de la guerra, dosificar la energía para no perecer de cansancio, para no derrumbarse en una respuesta, para no desertar de este trajín de hormigas. Tú te ibas siempre, venías, siempre yéndote, te quedabas, marchándote. Eras el capitán del suministro de todo aquel tinglado de vidas y el suministro te reclamaba a todas horas, minuto por minuto. Segundo tras segundo, en el epicentro de una fatiga insondable.

El tiempo echó muros entre tu realidad y la mía. Me hubiera gustado ser durante un rato más importante que las preocupaciones, tener sentido en el curso de tus manos. Haber podido ser más fuerte que el giro de la Tierra. Cuando suena el viento detrás de las ventanas, en ese lento relámpago de la melancolía, dan ganas de abrazarse a la persona que quieres. Y llegó un tercer hijo a poner sus latidos en mis tetas y en tu calva. Bendita alegría tanto niño corriendo por el universo.

Cierras los ojos, abres los ojos, y tienes tres hombres que representan a tus hijos. Se van. La soledad retumba por los rincones. Te encuentras de súbito con tus padres, aquellas personas, en quienes la muerte ha ido trazando sus líneas maestras. Y vuelves a cambiar pañales, más grandes, más desoladores, más fétidos. Hasta el amor se revuelve en su agujero; pero es el único espacio al que agarrarse mientras la conciencia se estampa en los chancros. También puedes olvidarlos en una residencia a fuerza de domingos e imposibilidades. A fin de cuentas, cuando contemplas su tumba te dan ganas de reír, estos viejos canallas y guerreros, infantiles, se mueren y te dejan un hueco tan grande como toda tu existencia. Eras su hijo y ahora, respiras un momento, te detienes un instante a contemplar tu cara en el espejo, y eres el abuelo. Ese tipo que chochea, y la yaya, esa vieja maniática, gruñona y, de vez en cuando, remotamente útil.

Estamos tan distanciados que ni de frente acertamos a vernos. Somos marido y mujer sin compañía, obligados a la eternidad. No me sirve Dios para freír un huevo con cariño, a salvo del cielo y del infierno, degustándolo contigo en la misma mesa, en el mismo gozo. A salvo del silencio. Nunca hemos estado al alcance de un abrazo apasionado, sudando a chorros, lamiéndonos las alegrías y las penas, quizá hablando perezosamente por el simple placer de escucharnos. Acariciándonos.

Somos sólo la presencia de la enfermedad o de la compra, pasajeros ocasionales del pasillo, la cocina, la cama y las fiestas de guardar, con gran parafernalia de familia y botellas descorchadas. Pero las risas se cuelan por un sumidero rápidamente y clama el silencio bajo la costra de la televisión. Vivimos en el mismo ámbito y en lugares distintos.

Nos despedimos sin darnos cuenta, a fuerza de creer que estábamos juntos tras este profundo adiós. Escudriñando nuestra soledad sin hallar culpables, dejándonos llevar por un día menos, y un paso más hacia la nostalgia.

A lo mejor deberíamos volver a vernos por primera vez, con un hola enorme bajo el brazo, de regalo, que nos quite el hondo surco de la amargura de las arrugas. A lo mejor deberíamos ponerle un adiós sonoro a nuestros labios para lo que cada uno desee vivir de ahora en adelante. A lo mejor nada, diez, veinte, treinta años de nada, de la misma inercia.

A lo mejor deberíamos decirnos te quiero, darnos un abrazo muy fuerte, irnos a bailar. Disfrutar de la belleza de toda una vida juntos a pesar de todos los pesares. No otorgarle una victoria a la tristeza. Porque con esta lucha que se eleva a cincuenta años dentro de nuestros corazones, nos merecemos amarnos. Nos lo merecemos, ¿quién nos lo impide? Ahora, precisamente ahora, que un poquito de calor quita tanto frío.

Amarnos, como aquel día que nos miramos a los ojos y se nos vino una sonrisa al alma.

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Comentarios

  1. Siempre es un placer leerte,

    Enredarse entre las líneas que despliegas y danzas en una hoja en blanco. Andar por los paisajes tristes que paseas, a veces, y solo a veces, me entristece pero es un mal que se apaga nada más elevar la vista el cielo y mirar aquella lejana estrella.

    Un saludo

  2. laquintaelementa dice:

    Muy bueno, Marcos. No sólo por la calidad literaria 😉

  3. SonderK dice:

    no me has conseguido que llore 😛 pero que triste, te odio…

  4. levast dice:

    Toda una vida condensada en unas líneas. Felicidades, maestro. 😉

  5. tru dice:

    Yo sí he llorado. Me ha conmovido esta historia «de amor» tan desgraciadamente frecuente, tan llena de silencios, tan vacia de te quieros.
    Muy bueno Marcos, el transcriptor de sentimientos ataca de nuevo.

  6. Nadia dice:

    Ains Marcos, me has cautivado con tus frases. Besos.-

  7. marcosblue dice:

    Gracias por vuestros comentarios, la verdad es que me tuve que tocar unas cuantas fibras para escribirlo, y el mejor premio es haber tocado algunas vuestras.

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